Sylvia se tituló doña
Lázaro. Ha vuelto, o la han sacado, del otro lado, la tercera vez.
“…La muchedumbre come cacahuetes
y entra atropellándose para ver
cómo me quitan el sudario….
el gran strip tease.
Caballeros, damas,
he aquí mis manos,
mis rodillas.
Puede que esté en el pellejo, y en los
huesos,
pero soy la misma mujer, idéntica en
todo.
La primera vez que ocurrió tenía diez
años.
Fue un accidente.
La segunda vez quería
aguantar, y no regresar nunca más.
Me cerré
como una concha marina.
Tuvieron que repetir y repetir mi
nombre,
y sacarme los gusanos, como perlas
pegajosas.
Morir
es un arte, como cualquier otra cosa.
Yo lo hago excepcionalmente bien.
Lo hago de manera que parece un
infierno.
Lo hago de manera que parece de verdad.
Supongo que podría decirse que tengo
vocación.
Es muy fácil hacerlo en una celda.
Es muy fácil hacerlo y quedarse ahí.
Es el regreso
teatral, en plena luz del día,
al mismo lugar, al mismo rostro, al
mismo grito
embrutecido, divertido:
“¡Un milagro!”,
lo que me fastidia.
Hay un cargo
por echar un vistazo a mis cicatrices,
hay un cargo
por escuchar el latido de mi corazón…
sí: va.
Y hay un cargo, un cargo mucho mayor,
por una palabra, por tocar,
o por un poco de sangre,
o por una hebra de mis cabellos, o un
retal de mi ropa…”[1]
Entro.
Pago. La miro. La toco. La traduzco.[2]
A Sylvia le pesó su
padre. Voy a ver lo que tuvo con Otto Plath, o con su fantasma, leyendo primero
en su poesía, en sus Diarios, y en su correspondencia, y luego en las Cartas de cumpleaños, el libro de poemas
donde su marido, Ted Hughes, reescribió su historia.
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