lunes, 8 de abril de 2013

1. Prólogo



Sylvia se tituló doña Lázaro. Ha vuelto, o la han sacado, del otro lado, la tercera vez.

        “…La muchedumbre come cacahuetes
        y entra atropellándose para ver

        cómo me quitan el sudario….
        el gran strip tease.
        Caballeros, damas,

        he aquí mis manos,
        mis rodillas.
        Puede que esté en el pellejo, y en los huesos,

        pero soy la misma mujer, idéntica en todo.
        La primera vez que ocurrió tenía diez años.
        Fue un accidente.

        La segunda vez quería
        aguantar, y no regresar nunca más.
        Me cerré

        como una concha marina.
        Tuvieron que repetir y repetir mi nombre,
        y sacarme los gusanos, como perlas pegajosas.
       
Morir
        es un arte, como cualquier otra cosa.
        Yo lo hago excepcionalmente bien.

        Lo hago de manera que parece un infierno.
        Lo hago de manera que parece de verdad.
        Supongo que podría decirse que tengo vocación.

        Es muy fácil hacerlo en una celda.
        Es muy fácil hacerlo y quedarse ahí.
        Es el regreso

        teatral, en plena luz del día,
        al mismo lugar, al mismo rostro, al mismo grito
        embrutecido, divertido:

        “¡Un milagro!”,
        lo que me fastidia.
        Hay un cargo

        por echar un vistazo a mis cicatrices, hay un cargo
        por escuchar el latido de mi corazón…
        sí: va.

        Y hay un cargo, un cargo mucho mayor,
        por una palabra, por tocar,
        o por un poco de sangre,

        o por una hebra de mis cabellos, o un retal de mi ropa…[1]

        Entro. Pago. La miro. La toco. La traduzco.[2]

A Sylvia le pesó su padre. Voy a ver lo que tuvo con Otto Plath, o con su fantasma, leyendo primero en su poesía, en sus Diarios, y en su correspondencia, y luego en las Cartas de cumpleaños, el libro de poemas donde su marido, Ted Hughes, reescribió su historia.


[1] <<Lady Lazarus>> (escrito entre los días 23 y 29 de octubre de 1962). Sylvia Plath, Collected Poems, pp. 244 – 247.
[2] Todas las traducciones son mías.

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