lunes, 8 de abril de 2013

2. Carroñería




Los muertos se quedan muy expuestos. Si escribes, e importa lo que cuentas, los lectores, tus mayores aficionados, caerán como moscardas sobre tu carne y sobre tu verbo. A Sylvia Plath nadie supo guardarla.

        Va la querella de su hija Frieda:

        <<Lectores>>[1]

        Pretendiendo insuflar vida a los bebés que se les habían muerto
        tomaron sus sueños, coleccionaron palabras de una
        que padeció por ellos.

        Manosearon los paños menores de su mente
        revolviendo cada pieza que escribió. La querían desnuda.
        Querían saber qué hizo que ella.

        Luego trataron de volver a emplumar el ave.

        El buitre, con el pico sanguinolento
        metido en su propia barriga,
        sorbía su propio jugo,

        intentaba averiguar su propia forma,
        sus propias razones,
        su propia muerte.

        Sus madres yacían en serenas sepulturas
        recortadas con guijarros verdes
        y tarros de mermelada con flores, pero a la mía la desenterraron.

        Hasta contaron las conchas que yo esparcí sobre su ataúd.

        Le dieron la vuelta, como si fuera un filete a la brasa,
        para hallar los secretos de sus muslos marchitos
        y de sus pechos encogidos.

        Le sacaron los ojos para ver lo que ella veía,
        y se le comieron la lengua a mordisquitos
        para hablar con su voz.

        Pero cada uno saboreó un trozo de carne,
        consumió un órgano diferente,
        tocó otra piel.

        Insistían, que eran ellos
        quienes lo sabían,
        quienes poseían la receta exacta.

        Cuando la sacaron del horno
        la habían destripado, pelado,
        y guarnecido.

        La llamaban suya.
        Todo este tiempo yo he pensado
        que me pertenecía sobre todo a mí.

        El penúltimo poema de las Cartas de cumpleaños de Ted Hughes, que la quiso y no, se llama <<Los perros se están comiendo a vuestra madre>>[2].

        Yo la sepulté allí donde cayó.
        Vosotros jugasteis alrededor de la tumba. Colocamos
        conchas marinas y grandes guijarros venosos
        que habíamos traído desde Appledore,
        como si fuésemos ella misma.

        Pero la perrada, las hienas, han desenterrado el cadáver de Sylvia, se pelean por sus restos. “Demasiado tarde / para salvar lo que fue.” “Conque dejadla.”

Dejad
que meneen los muñones de sus rabos, que se ericen y vomiten
en sus simposios.
A ella pensadla, mejor,
extendida con cuidado sagrado sobre una alta rejilla
para que los buitres
la devuelvan al sol.

        Es, esto que viene, otra vez, otra vez, carroñería (necrofagia, necroscopia, necromancia). Hago como otros bichos necróforos: entierro el cuerpo (hecho de palabras) de Sylvia y desovo en él, a ver qué criatura nace. Perdón. Perdón.

       


[1] Frieda Hughes, <<Readers>>. En The Guardian, 8 – XI – 1997.
[2] <<The Dogs Are Eating Your Mother>>. En Ted Hughes, Birthday Letters, pp. 195 – 196.

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