lunes, 8 de abril de 2013

8. El triángulo "eléctrico": mamá, papá, Sylvia




        Chica de facultad, Sylvia burla. Y no.

“…Otra cita a ciegas. Éste es mayor…un poco calvo, dijeron las chicas, y tranquilo-pero-buena-persona. En el dormitorio, mientras Pat se arregla, te entra una risita nerviosa. No sabía ella en qué te estaba metiendo. Bromeas, dices que te van las figuras paternas. Tu padre está muerto. Pat parece preocupada, y eso hace que la quieras. Es tan mona, tan infantil e inocente como una Deliciosa manzana.”[1]

        Le faltaba a Sylvia su padre. Lo echaba mucho a faltar. Estaba poseída por él, por su ausencia irremediable, por su recuerdo. Había sido la niña de sus ojos.

        Ahí está tu padre muerto, dentro de ti, en alguna parte, entretejido en el sistema celular de tu cuerpo largirucho, que surgió cuando una de sus células espermáticas se unió a un óvulo en el útero de tu madre. Recuerdas que de pequeña eras su favorita, y que solías improvisar bailes para él cuando se acostaba en el sofá del salón después de la cena. Te preguntas si la ausencia de un hombre mayor en la casa tiene algo que ver con tu intensa ansia de compañía masculina y con el placer con que escuchas el murmullo grave y reposado de un grupo de chicos hablando y riéndose. Te gustaría que alguien te hubiera obligado a estudiar Botánica, Zoología y Ciencia cuando eras más joven. Pero, con tu padre muerto, te inclinaste de manera anormal hacia la personalidad de tu madre, que era de ‘Humanidades’”.[2]

        ¿Fabricó Sylvia Plath lo suyo con su padre y con su madre mientras leía a Freud & Co. y era psicoanalizada, o sólo aprendió a reconocerlo allí, en la literatura médica, en el diván?

“La psicoterapia de Sylvia también abrió, con toda seguridad, las dimensiones de su psicodrama freudiano, revelando la figura de su padre perdido, ‘ahogado’, señor de las abejas, cuya muerte nunca pudo perdonar ni se permitió olvidar.”[3]

“Plath, que leyó a Freud a lo largo de toda su vida, fue psicoanalizada en dos ocasiones por la doctora Ruth Beuscher. La primera siguió a su intento de suicidio en 1953; la segunda tuvo lugar en 1958-59; en esa misma época trabajaba en el manicomio de Boston transcribiendo los historiales clínicos de los pacientes. Como resultado, llegó a la conclusión de que la pérdida de su padre, que había muerto poco después de haber cumplido ella los ocho años, era la causa fundamental de sus dificultades psicológicas. Ella sólo comenzó a expresar su agonía sobre la muerte de Otto Plath después de su primer análisis. De hecho, en 1950 escribía en su diario, ‘No se me ha muerto nunca nadie a quien haya amado.[4] El psicoanálisis le proporcionó un marco narrativo y mítico en cuyo interior podía organizar y articular su dolor, que hasta entonces había sido incoherente. (…) Sobre el terreno común del mito y el psicoanálisis Plath erigió de forma retrospectiva una elaborada fantasía incestuosa… (…) La creencia de que sufría lo que ella llamaba un complejo de Electra se convirtió en su obsesión dominante; la ayudó a explicar sus orígenes y, de ese modo, a estructurar su identidad.”[5]

        Sylvia se descubría (se inventaba, se escribía) como Electra, la de los altos coturnos, la del mito, la del relato pseudofreudiano.

        Dios Padre es sordomudo, o no está en ninguna parte. Ya en su psiquiatra buscaba Sylvia una figura que reuniese todas las máscaras que pudieran completarla como mujer:

        “Al médico. Esta semana voy a ver al psiquiatra, sólo para conocerle, para saber que está ahí. Parece irónico, pero creo que le necesito. Necesito un padre. Necesito una madre. Necesito a alguien mayor, más sabio, a quien irle a llorar. Hablo con Dios, pero el Cielo está vacío, y Orión pasa y no dice nada.  (…) Sí: quiero tener un marido, un amante, un padre y un hijo, todo a la vez.[6]

        “He ido al psiquiatra esta mañana, y me ha gustado: es atractivo, sereno, considerado, con esa sensación agradable que dan la edad y la experiencia guardadadas como en una represa. Pensé: Padre, ¿por qué no? Quise romper a llorar y decir padre, padre, consuélame.”[7]

        No obstante, fue la doctora Beuscher quien autorizó a Sylvia a situarse en el ángulo “eléctrico” del complejo. Ya podía, por fin, ser Electra, amar a su padre, odiar a su madre.

Lee ahora conmigo en sus <<Notas sobre mis entrevistas con RB>> (la doctora Ruth Beuscher), del 12 de diciembre de 1958:

          “Desde el viernes tengo la sensación de ser una ‘persona nueva’. Como si se me hubiese subido a la cabeza una copa de brandy, o hubiera esnifado una raya de cocaína, vivo, estoy viva, estoy ¡tan aquí! Mejor que un tratamiento de shock: ‘Te doy permiso para que odies a tu madre.’
          ‘La odio, doctora.’ Digo, y me siento de maravilla. En este matriarcado dulzón, empalagoso, es difícil ver sancionado tu odio a tu madre…
          (…)
          Pero aunque me llena de gozo expresar mi hostilidad hacia mi madre, y me libera del Pájaro Pánico y de mi máquina de escribir (¿por qué?), no puedo ir por la vida llamando a RB desde París, desde Londres, desde los bosques de Maine, a larga distancia: ‘Doctora, ¿todavía puedo seguir odiando a mi madre?’ ‘Naturalmente que sí: ódiala ódiala ódiala.’ ‘Gracias, doctora. La odio con todas mis fuerzas.’”[8]

        Algo más abajo Sylvia resume los sacrificios que su madre hizo por ella y por su hermano, reprochándoselos. “Los Niños fueron su salvación. Ellos venían, siempre, primero.” Al mismo tiempo fueron, para ella, una carga:

        “La vida era un infierno. Tuvo que ponerse a trabajar. Trabajar y hacer encima de madre, ser a un tiempo hombre y mujer, en una dulce bola ulcerosa. Ahorró. Ahuchó. Llevó siempre el mismo abrigo, viejísimo. Pero los niños tuvieron siempre los uniformes de colegio y los zapatos nuevos. Clases de piano, clases de viola, clases de trompa de llaves. Fueron a los Scouts. Fueron al campamento de verano, y aprendieron a navegar a vela. Uno fue a un colegio privado, con una beca, y sacó buenas notas. (…) Su mundo era mezquino. Pero sus hijos fueron a la universidad. A las mejores del país (…) Un día se casarían por amor por amor por amor y tendrían un montón de dinero y todo sería dulce como la miel…”[9]

        Irritaba a Sylvia aquella deuda.

        La “casita blanca de la esquina” parecía gineceo: no sólo faltaba (fallaba) su padre, tampoco tenía ninguna referencia masculina, y Sylvia se asfixiaba:

“…Tantas mujeres, la casa apestaba a hembra. El abuelo vivía y trabajaba en el club de campo, pero la abuela estaba con nosotras, y cocinaba, como toca a las abuelas. El padre muerto, pudriéndose en la tumba que casi no alcanzó a pagar… (…) El hermano lejos, en el colegio privado, y la hermana iba a la escuela pública porque allí había chicos (pero ella no gustó a ninguno de ellos hasta que cumplió los dulces dieciséis) y era lo que quería: ella siempre hacía lo que quería. Apestaba a hembra: a lisol, a colonia, a agua de rosas y a glicerina, a chocolate, a mantequilla en los pezones, para que no se agrieten, al lápiz de labios que nos poníamos las tres mujeres de la casa.”[10]

        El cuento que Sylvia se contaba cojeaba. Muy pequeña, se quedó huérfana de padre. Pero, ¿quién se lo quitó? Su madre, su madre.

        “En cuanto a mí, desde los ocho años yo nunca conocí el amor de un padre. (...) Mi madre mató al único hombre que me habría amado siempre, toda mi vida. (…) La odio por eso.
          La odio porque no lo quería. Era un ogro. Pero le echo de menos. Era viejo, pero ella se casó con un viejo para que fuese mi padre. Fue culpa suya. Maldigo sus ojos.
(...)
Conque mi madre nunca estuvo enamorada de su marido. Lo mató (al Padre) casándose con él cuando era demasiado mayor, casándose con él cuando estaba enfermo de muerte, moribundo, enterrándolo a diario en su corazón, en sus pensamientos, en sus palabras.”[11]

        Ningún hombre valía, ni servía: o bien no alcanzaban a su padre, o bien repetirían su traición y la abandonarían.

          “Yo odiaba a los hombres porque no se quedaban a amarme como un padre haría: podría pincharlos con una aguja, y comprobar que no tenían materia de padre. (…) Hombres, hombres, torpes, unos cerdos.  Se apoderaban de todo lo que podían, y luego cogían rabietas, o se morían, o se iban a España…”[12]

Tendría, en todo caso, que acomodarse, darse barata a algún manso (que no sería su padre, que no sería hombre suficiente):


        “Búscate algún sucedáneo de hombre, un chico bueno y dulce en quien puedas confiar, que te dé hijos y gane para pagar el pan y un techo seguro y un jardín con césped y traiga dinero dinero dinero todos los meses. Confórmate. Una chica lista no puede tener todo lo que quiere. Quédate con el segundón. No dejes que se vuelva loco, o que se muera, o que se vaya a París con su secretaria sexy. Y asegúrate de que sea un buen chico un buen chico un buen chico.”[13]

        Sylvia retoma entonces la versión de Aurelia Plath, la imagina calculando la suma de sus trabajos (y ella, su hija, es la que más la ha cansado siempre). “Su madre se murió de cáncer. Su hija intentó matarse y la avergonzó yendo al manicomio: una niña mala, mala y desagradecida.” Apunta un sueño de su madre: en él Otto Plath tiene un accidente de coche cuando sale, furioso, detrás de su hija, vestida de corista. Su madre quería que ella conservase su virginidad, y no lo hizo, y Sylvia notó su asco, su ira, sus celos, su odio.[14]
       
Vuelve a acusarla de la muerte del padre, de la desaparición del padre con todos sus atributos, y reconstruye su primer intento de suicidio: si quiso quitarse la vida fue porque no se atrevió a matar a su madre. Eso es lo que verdaderamente deseaba.

“[Ella] …‘mató’ a mi padre, el primer aliado masculino que tuve en este mundo. Es la asesina de lo viril. Me acosté en la cama, creyendo que había perdido la razón para siempre, y pensé, qué lujo sería matarla, cogerla del cuello, tan poquita cosa que jamás podría protegerme del mundo, y estrangularla. Pero yo era demasiado buena para asesinar a nadie. Así que intenté asesinarme yo: para dejar de ser una vergüenza para las personas que amaba. (…) Qué considerada: haz contigo lo que desearías hacer a los demás. Soñaba con matarla a ella, así que me maté yo.[15]

        No se fiaba del amor que su madre manifestaba hacia ella. El día que enterraron a su padre Sylvia y su hermano hicieron que su madre firmase un papel prometiendo que no volvería a casarse jamás: con eso, pensaban, se aseguraban todo su amor. Sin embargo, el contrato los perjudicó: su madre se dedicó, entera, a ellos, y ellos, a cambio, se lo debían todo:

        “Me sentí estafada: nadie me amaba, pero todas las señales indicaban que me amaban. (…) Mi hermano y yo la obligamos a firmar una promesa de que nunca volvería a casarse. Él tenía siete años, yo nueve. Lástima que no la incumpliera. Me la quitaría de encima.”[16]

        Sylvia se siente agobiada, lastrada. Su madre se apodera de todo lo suyo, de todo cuanto hace. Tuvo a su padre, y le exige ahora su marido, su poesía, y querrá, cuando le nazca, su hijo. “Es una asesina. Vigílala.”[17]

        Desde siempre su madre la ha juzgado, ha evaluado sus acciones y omisiones. Ahora, una vez más, Sylvia la ha decepcionado. Ella y Ted van a renunciar a una carrera brillante y segura en la Universidad para dedicarse a la poesía.

“Ella quiere ser yo: quiere que yo sea ella: quiere metérseme en la barriga, ser mi bebé, y que la lleve conmigo. Pero tengo que ir por donde ella diga. (…) El aliento te huele peor que el sótano de una funeraria. (…) No volverás loco a mi marido, dale que dale, continuamente, con lo de las casas y los niños. No me sacarás los colores regalándome para mi cumpleaños un curso de estenotipia de 300 dólares (insinuando que más vale que yo gane algo de dinero, porque mi marido nunca hará nada de provecho).”[18]

        Ni siquiera ahora, que ya se ha casado y que, por lo tanto, ya no le disputa el amor de su padre, ni siquiera haciéndole ofrenda de sus poemas, tiene el amor de su madre. Estas “notas” de su visita a su psiquiatra las tomó el 27 de diciembre de 1958:

        “Ayer tuve una sesión con Beuscher, muy larga, y muy profunda. Desenterré cosas que dolían, y que me hicieron llorar. ¿Por qué sólo lloro con ella? Es una reacción al dolor de algo que sólo hace poco he empezado a admitir que me falta: el amor de una madre. Nada de lo que hago (casarme, decir, ‘tengo un marido, así que en realidad no quiero el tuyo’, escribir: ‘aquí tienes un libro, ahora es tuyo, igual que todos mis juguetitos’) basta para cambiar eso que percibo como una ausencia absoluta de amor.”[19]

        Ahí mismo anota otra vez el sueño famoso de su madre, donde su padre se mata mientras sigue a su hija, la corista, escandalizado y celoso, y añade otro propio. En éste…

“…corría detrás de Ted por los pasillos de un enorme hospital, sabiendo que estaba con otra mujer, me metía en los pabellones de los locos, lo buscaba por todas partes, ¿qué te hace pensar que era Ted? Tenía su rostro pero era mi padre, mi madre.”[20]

Su madre depende de ella, es su parásito, la vacía, la devora:

“He leído El Duelo y la Melancolía, de Freud. (…) Una descripción casi exacta de mis sentimientos, y de las razones de mi suicidio: transferí el impulso asesino que tenía contra mi madre hacia mí misma: la metáfora del ‘vampiro’ que usa Freud, el ‘vaciado del ego’: (…) la garra de la madre. (…) igual que esas brujas viejas a las que una pone un plato de leche y miel en la mesa…
(…)
          Para que tu madre se fastidie no escribes, porque te parece que tienes que darle los cuentos, o que ella se va a apropiar de ellos. (Igual que temía tenerla cerca, y que se apropiase de mi bebé). (…) Conque no puedo escribir. Y la odio, porque ella utiliza el hecho de que yo no escriba para argumentar que tiene razón, que fui tonta dejándome la enseñanza, no dedicándome a algo seguro. (…) Ella puede, si quiere, utilizar lo que escribo, y guardar en su cuarto las revistas que han publicado algo mío, pero lo escribí yo, y ella no tiene nada que ver en ello.
          Yo creo que siempre me ha utilizado como una extensión suya; que cuando me suicido, o lo intento, es una vergüenza para ella, una manera de acusarla de algo, y así fue, claro. La acusaba de que su amor era defectuoso. (…) Escribir, entonces, pasó a ser para mí un sustituto de su amor.”[21]

Sólo un momento cambia el odio por la lástima: “Es una pobre vieja, no una bruja.”[22] No dura. Inmediatamente vuelve a anhelar su muerte:

        “¿Temí, también, que se apropiase de Ted y lo matase, o lo matase sirviéndose de mí? Que derrotase su espíritu, su virilidad, que es lo mismo que acabar con él físicamente. Pero para mí él es infinitamente conservable.
          (…)
          MI ESCRITURA ES MI ESCRITURA ES MI ESCRITURA. (…) Ella hará uso de ella, como siempre lo ha hecho, pero esto no debe irritarme. (…) su aprobación es corta. En seguida pregunta: muy bien, eso ha estado bien, pero ahora, ¿qué toca?
          ¿DE QUÉ ME SIENTO CULPABLE? De tener un hombre a mi lado, de ser feliz: ella perdió a su marido, y la felicidad, y tuvo que apañarse con Warren y conmigo…
(…)
          …Deseo su muerte, para poder estar segura de qué es lo que yo soy en realidad…[23]

        En otras “notas”, del 3 de enero de 1959, resume su caso:

        “Como suele pasar después de estar una hora con RB, escarbando, tengo la impresión de haber asistido a una tragedia griega, o de haberla interpretado: me siento purgada, exhausta. (…)
          Toda mi vida las personas que más quería me han ‘plantado’ emocionalmente: papá se me murió, abandonándome, mamá, de alguna manera, nunca ha estado aquí.”[24]

        Alguna vez vacila:

“…Con RB. no voy a ninguna parte. (…) ¿De qué me sirve hablar de mi padre? Como mucho, una pequeña catarsis, que dura un par de días.”[25]

        Algo la inquietaba, algo que había destapado en el análisis, y que corroboraba, autorizándolo, el sueño de su madre, que fue ella, Sylvia, la que mutiló a su padre, la que lo mató:

“Con Beuscher estoy llegando al fondo: me estoy encontrando con cosas oscuras, terribles: sueños de deformidad y muerte. ¿Y si de verdad creo que maté a mi padre y lo castré…?[26]

Sylvia “adoraba y despreciaba” a la vez a su padre. Dijo: “probablemente deseé muchas veces su muerte. Cuando él me hizo caso y se murió, imaginé que yo lo había matado.”[27] Esta idea la desarrollará en algunos poemas, en <<Electra en el Camino de las Azaleas>> (<<Electra on Azalea Path>>), de 1959, o en <<Papá>> (<<Daddy>>), del 12 de octubre de 1962. Pero por lo general ve el mito, y su cuento particular, confirmados:

“…Voy a escribir cuentos sobre la locura. Pero sin escamotear nada. Yo conozco ese horror a las pasiones primarias, a las obsesiones. Una diatriba de diez páginas contra la Madre de las Tinieblas. La Momia. La Madre de las sombras. Un análisis del complejo de Electra.[28]

        “He terminado el cuento de la Momia (…) Quiero leer algunos casos clínicos de Jung para confirmar ciertas imágenes del cuento. (…) la madre, o la abuela, devoradoras, de fauces enormes, como la de Caperucita Roja…”[29]

        Tiene, en fin, Sylvia, otro sueño. Ha vuelto su padre. Y conciben, y paren, a una, su madre y ella.

        “Un sueño, del que quedan fragmentos: mi padre devuelto a la vida. Mi madre tenía un hijo varón: yo lo observaba confundida: mi hijo era hermano gemelo del suyo. El tío tenía la misma edad del sobrino. Mi hermano tenía la misma edad de mi hijo.” [30]

        La soltura que Sylvia hace del sueño lo dice todo: “¡Ay, el follón de aquel viejo lecho nupcial![31] Este Otto Plath fantástico, fantasmal, ha conocido a su mujer y a su hija en la misma cama antigua, la primera del mundo.



[1] Sylvia Plath, The Journals…, en el Smith College, finales de 1950 – principios de 1951, p. 40.
[2] Sylvia Plath, The Journals…, 15 – VI – 1951, p. 64.
[3] Anne Stevenson, Bitter Fame: A Life of Sylvia Plath, Londres, Penguin, 1998, p. 47. En Erica Wagner, Ariel’s Gift, p. 43.
[4] Sylvia Plath, Journals, ed. Ted Hughes y Frances McCullough, Nueva York, Dial, 1982, p. 19.
[5] Elizabeth Butler Cullingford, <<A Father’s Prayer, A Daughter’s Anger: W. B. Yeats and Sylvia Plath>>, pp. 244 – 245.
[6] Sylvia Plath, The Journals…, principios de 1956, p. 199.
[7] Sylvia Plath, The Journals…, principios de 1956, p. 209.
[8] Sylvia Plath, The Journals…, p. 429.
[9] Sylvia Plath, The Journals…p. 430.
[10] Sylvia Plath, The Journals, pp. 430 – 431.
[11] Sylvia Plath, The Journals…p. 431.
[12] Sylvia Plath, The Journals…p. 431.
[13] Sylvia Plath, The Journals…p. 431.
[14] Sylvia Plath, The Journals…p. 432.
[15] Sylvia Plath, The Journals…p. 433.
[16] Sylvia Plath, The Journals…p. 433.
[17] Sylvia Plath, The Journals…pp. 433 – 434.
[18] Sylvia Plath, The Journals…pp. 433 – 434.
[19] Sylvia Plath, The Journals…p. 446.
[20] Sylvia Plath, The Journals…pp. 446 - 447.
[21] Sylvia Plath, The Journals…pp. 446 - 448.
[22] Sylvia Plath, The Journals…p. 448.
[23] Sylvia Plath, The Journals…p. 449.
[24] Sylvia Plath, The Journals…p. 455.
[25] <<Notas…>>, 20 – III – 1959. Sylvia Plath, The Journals…p. 474.
[26] Sylvia Plath, The Journals…, 29 – III – 1959, p. 476.
[27] Nancy Hunter Steiner, A Closer Look at Ariel, Londres, Faber, 1974, p. 21. En Elizabeth Butler Cullingford, <<W. B. Yeats and Sylvia Plath>>. En Elizabeth Butler Cullingford, <<A Father’s Prayer, A Daughter’s Anger: W. B. Yeats and Sylvia Plath>>, p. 248.
[28] Sylvia Plath, The Journals…, 29 – IX – 1959, p. 512.
[29] Sylvia Plath, The Journals…, 4 – X – 1959, p. 514.
[30] Sylvia Plath, The Journals…, 22 – X – 1959, p. 520.
[31] Sylvia Plath, The Journals…, 22 – X – 1959, p. 520.

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