En
<<El Dios>>[1] Ted
investiga la vocación de Sylvia:
“Querías ser escritora. / ¿Querías escribir? ¿Qué había dentro de ti /
que tenía que contar su cuento [tell its tale]?”
Su Dios le ordenó, en
sueños:
“ ‘Escribe.’
¿Escribe qué?
(…)
Tus sueños estaban vacíos.
Te inclinabas sobre tu escritorio y
llorabas
por la historia que se negaba a
existir...”
Sylvia
era “como un fanático religioso / sin ningún dios – incapaz de rezar”. Su
“oración” iba dirigida “a un Dios inexistente. Un Dios muerto / con una voz terrible.”
“No sabías explicarlo, ni quién
comía de tu mano.
El diosecillo rugía de noche, en el
huerto,
un rugido que era media carcajada.
Tú lo alimentabas de día, bajo tu tienda
de pelo,
sobre tu escritorio, en tu secreta
casa de los espíritus, susurrabas,
tamborileabas con los dedos,
agitabas caracolas de Winthrop, tratando
de oír sus voces marinas,
y me diste una efigie…una Salvia
metida entre las páginas de una Biblia
luterana.
No sabías explicarlo...”
Era
“una historia de la que yo no sabía nada.” La vera efigie de Sylvia, su imagen
o representación verdadera, es esa flor, la salvia “metida entre las páginas de
una Biblia luterana”. Su padre la había llamado Sylvia por esa flor. En
<<Rojo>> (<<Red>>[2]),
entre las flores de su jardín Hughes apunta amapolas, “salvias, de las cuales
tu padre tomó el nombre para dártelo a ti”, y rosas.
En
las caracolas de Winthrop puede oírse el océano de la infancia feliz de Sylvia.
Sylvia escribe
inspirada, arrebatada. Sylvia oficiaba para aquel Dios, era la Virgen Vestal de
su fuego sagrado. Y su Señor ordenaba que quemase en su hoguera maravillosa la
substancia de su madre, de su padre, la suya propia. Así, se transformaban en
palabras, en historias, en poesía.
Pero escribir, contar lo que sabe, la pierde a ella, y con ella a los suyos.
“Alimentaste las llamas con la mirra de tu
madre,
el incienso de tu padre
y tu propio ámbar, y las lenguas
de fuego contaron su historia. Y de
pronto
todo el mundo lo supo todo.
Tu dios aspiró el humo grasiento.
Su rugido sonaba como una estufa en el
sótano
a tus oídos, como un trueno en sus
cimientos.
Entonces escribiste enfurecida,
llorando,
tu gozo un bailarín en trance
en medio del humo de las llamas.
‘Dios está hablando a través de mí,’ me
dijiste.
‘No digas eso,’ grité. ‘No digas eso.
¡Nos traerá muy mala suerte!’
Y me quedé allí sentado, me escocían los
ojos
mientras veía cómo todo se elevaba
en las llamas de tu sacrificio,
las cuales finalmente te envolvieron
también a ti
hasta que desapareciste, estallando
en las llamas
de la historia de tu dios,
el cual te abrazó a ti
y a tu mamá y a tu papá –
tu dios azteca, de la Selva Negra,
Señor del Dolor (un eufemismo).”
Sylvia
vuelve a aquella historia que estaba empeñada en escribir y que se le escapaba
en <<El pájaro>>[3].
“Tu Pájaro Pánico (…) buscaba
tú no sabías qué.
(…)
Tú me lo contaste
todo, menos el cuento de hadas. Paso a
paso
me metí en el sueño
del que te intentabas despertar.
(…)
Aullaste.
(…)
Exigías que la tragedia continuase – a
la porra la cortina.
Querías que volviera a empezar una vez
más.”
Cuento
de hadas, sueño, tragedia...fuese lo que fuese, Sylvia, atrapada dentro, no
quería salir de allí.
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