domingo, 7 de abril de 2013

23. c. La escritura de Sylvia




        En <<El Dios>>[1] Ted investiga la vocación de Sylvia:  “Querías ser escritora. / ¿Querías escribir? ¿Qué había dentro de ti / que tenía que contar su cuento [tell its tale]?”

Su Dios le ordenó, en sueños:

       ‘Escribe.’
¿Escribe qué?
        (…)
        Tus sueños estaban vacíos.
        Te inclinabas sobre tu escritorio y llorabas
        por la historia que se negaba a existir...
       
        Sylvia era “como un fanático religioso / sin ningún dios – incapaz de rezar”. Su “oración” iba dirigida “a un Dios inexistente. Un Dios muerto / con una voz terrible.”

        No sabías explicarlo, ni quién
        comía de tu mano.
        El diosecillo rugía de noche, en el huerto,
        un rugido que era media carcajada.

        Tú lo alimentabas de día, bajo tu tienda de pelo,
        sobre tu escritorio, en tu secreta
        casa de los espíritus, susurrabas,
        tamborileabas con los dedos,
        agitabas caracolas de Winthrop, tratando de oír sus voces marinas,
        y me diste una efigie…una Salvia
        metida entre las páginas de una Biblia luterana.
        No sabías explicarlo...”

        Era “una historia de la que yo no sabía nada.” La vera efigie de Sylvia, su imagen o representación verdadera, es esa flor, la salvia “metida entre las páginas de una Biblia luterana”. Su padre la había llamado Sylvia por esa flor. En <<Rojo>> (<<Red>>[2]), entre las flores de su jardín Hughes apunta amapolas, “salvias, de las cuales tu padre tomó el nombre para dártelo a ti”, y rosas.

        En las caracolas de Winthrop puede oírse el océano de la infancia feliz de Sylvia.
       
Sylvia escribe inspirada, arrebatada. Sylvia oficiaba para aquel Dios, era la Virgen Vestal de su fuego sagrado. Y su Señor ordenaba que quemase en su hoguera maravillosa la substancia de su madre, de su padre, la suya propia. Así, se transformaban en palabras, en historias, en poesía. Pero escribir, contar lo que sabe, la pierde a ella, y con ella a los suyos.

        Alimentaste las llamas con la mirra de tu madre,
        el incienso de tu padre
        y tu propio ámbar, y las lenguas
        de fuego contaron su historia. Y de pronto
        todo el mundo lo supo todo.
        Tu dios aspiró el humo grasiento.
        Su rugido sonaba como una estufa en el sótano
        a tus oídos, como un trueno en sus cimientos.
       
        Entonces escribiste enfurecida, llorando,
        tu gozo un bailarín en trance
        en medio del humo de las llamas.
        ‘Dios está hablando a través de mí,’ me dijiste.
        ‘No digas eso,’ grité. ‘No digas eso.
        ¡Nos traerá muy mala suerte!’

        Y me quedé allí sentado, me escocían los ojos
        mientras veía cómo todo se elevaba
        en las llamas de tu sacrificio,
        las cuales finalmente te envolvieron también a ti
hasta que desapareciste, estallando
        en las llamas
        de la historia de tu dios,
        el cual te abrazó a ti
        y a tu mamá y a tu papá –
        tu dios azteca, de la Selva Negra,
        Señor del Dolor (un eufemismo).

        Sylvia vuelve a aquella historia que estaba empeñada en escribir y que se le escapaba en <<El pájaro>>[3].

        Tu Pájaro Pánico (…) buscaba
        tú no sabías qué.
        (…)

        Tú me lo contaste

        todo, menos el cuento de hadas. Paso a paso
        me metí en el sueño
        del que te intentabas despertar.
        (…)
        Aullaste.
        (…)
        Exigías que la tragedia continuase – a la porra la cortina.
        Querías que volviera a empezar una vez más.”

Cuento de hadas, sueño, tragedia...fuese lo que fuese, Sylvia, atrapada dentro, no quería salir de allí.


[1] <<The God>>. Ted Hughes, en Birthday Letters, pp. 188 – 191.
[2] Ted Hughes, Birthday Letters, pp. 197 – 198.
[3] <<The Bird>>. Ted Hughes, Birthday Letters, pp. 77 – 79.

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