“Me
pregunté qué cosa tan terrible era la que había hecho.”[1] Una y
otra vez, en sus diarios, en su novela, The
Bell Jar, se siente sofocada, como bajo el aire enrarecido de una “campana
de cristal”. La cansaba (la hartaba) esto, todo
eso, el mundo. Sus máscaras (la de hija
de su madre, la de hija de su padre, la de esposa, la
de madre, la de mujer) la ahogaron.
El
11 de julio de 1952 (el verano siguiente intentaría matarse) Sylvia, que tenía
diecinueve años, escribió esto en su diario:
“La vida no iba a
consistir en estar sentada en el ocio amorfo y caluroso del patio de atrás,
lánguidamente, escribiendo o no escribiendo, según me moviera mi espíritu. Al
contrario: la vida exigía correr como loca siguiendo un horario atiborrado, en
una jaula de ardillas llena de gente ajetreada. Trabajar, vivir, bailar, soñar,
hablar, besar –cantar, reírse, aprender. La responsabilidad, la terrible
responsabilidad de administrar (con provecho) 12 horas diarias durante 10
semanas resulta bastante abrumadora cuando no hay nada, ni nadie, que inserte
una rutina exacta en los enormes acres sin vallar del tiempo, y parece lo más
fácil dejarse llevar por el sopor, la pereza y el descanso. Es como levantar una
campana de cristal de una comunidad que funciona con la seguridad de un
reloj y ver a las diminutas personas detenerse, buscar aire, estallar y entrar
(o, más bien, salir) flotando, atropelladamente, de la atmósfera enrarecida de
sus vidas programadas, agitando los brazos, impotentes, en el aire sin sentido.
Pues eso es lo que te parece cuando te quitan una rutina. A pesar de haberse
rebelado contra ella, una se siente incómoda cuando la sacan del repetitivo carril.
Y eso es lo que me pasa a mí. ¿Qué hacer? ¿Hacia dónde volverse? ¿Qué ataduras,
qué raíces? Aquí estoy, de vuelta en casa, suspendida en su aire extraño,
irrespirable.”[2]
Ya
emplea aquí la metáfora de la campana de cristal, que cubre el mundo, la vida
ordinaria, protegiéndonos del caos pero a la vez asfixiándonos. Siete años más
tarde vuelve a ella:
“Muy deprimida, hoy.
Incapaz de escribir nada. Amenazando a los dioses. Me siento desterrada en una
estrella de hielo… (…) Contemplo, allá abajo, el mundo, cálido, terroso. Un
nido de camas de amantes, cunas de bebés, mesas de comedor, todo el sólido
comercio de la vida, y me siento aparte, encerrada
tras un muro de cristal.”[3]
En
la novela La campana de cristal
Sylvia Plath, a través de Esther Greenwood, su poco disimulado alter ego, denuncia los trabajos que
cuesta ser mujer, y sobre todo ser una buena chica. La pesada virginidad, una
desfloración dolorosa y sucia, un intento de violación, la universidad, la
taquigrafía, la institución psiquiátrica, el tener hijos, la vida de los
barrios residenciales, el matrimonio. Para quitarse de todo eso, para sacarse
de encima la campana de cristal que la ahogaba, sólo valían la locura o el
suicidio. “Después de diecinueve años corriendo detrás de buenas notas y premios
y becas de un tipo o de otro aflojaba el paso, me detenía poco a poco,
abandonaba la carrera.”[4]
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