domingo, 7 de abril de 2013

21. La campana de cristal




        “Me pregunté qué cosa tan terrible era la que había hecho.”[1] Una y otra vez, en sus diarios, en su novela, The Bell Jar, se siente sofocada, como bajo el aire enrarecido de una “campana de cristal”. La cansaba (la hartaba) esto, todo eso, el mundo. Sus máscaras (la de hija de su madre, la de hija de su padre, la de esposa, la de madre, la de mujer) la ahogaron.

        El 11 de julio de 1952 (el verano siguiente intentaría matarse) Sylvia, que tenía diecinueve años, escribió esto en su diario:

“La vida no iba a consistir en estar sentada en el ocio amorfo y caluroso del patio de atrás, lánguidamente, escribiendo o no escribiendo, según me moviera mi espíritu. Al contrario: la vida exigía correr como loca siguiendo un horario atiborrado, en una jaula de ardillas llena de gente ajetreada. Trabajar, vivir, bailar, soñar, hablar, besar –cantar, reírse, aprender. La responsabilidad, la terrible responsabilidad de administrar (con provecho) 12 horas diarias durante 10 semanas resulta bastante abrumadora cuando no hay nada, ni nadie, que inserte una rutina exacta en los enormes acres sin vallar del tiempo, y parece lo más fácil dejarse llevar por el sopor, la pereza y el descanso. Es como levantar una campana de cristal de una comunidad que funciona con la seguridad de un reloj y ver a las diminutas personas detenerse, buscar aire, estallar y entrar (o, más bien, salir) flotando, atropelladamente, de la atmósfera enrarecida de sus vidas programadas, agitando los brazos, impotentes, en el aire sin sentido. Pues eso es lo que te parece cuando te quitan una rutina. A pesar de haberse rebelado contra ella, una se siente incómoda cuando la sacan del repetitivo carril. Y eso es lo que me pasa a mí. ¿Qué hacer? ¿Hacia dónde volverse? ¿Qué ataduras, qué raíces? Aquí estoy, de vuelta en casa, suspendida en su aire extraño, irrespirable.”[2]

        Ya emplea aquí la metáfora de la campana de cristal, que cubre el mundo, la vida ordinaria, protegiéndonos del caos pero a la vez asfixiándonos. Siete años más tarde vuelve a ella:

“Muy deprimida, hoy. Incapaz de escribir nada. Amenazando a los dioses. Me siento desterrada en una estrella de hielo… (…) Contemplo, allá abajo, el mundo, cálido, terroso. Un nido de camas de amantes, cunas de bebés, mesas de comedor, todo el sólido comercio de la vida, y me siento aparte, encerrada tras un muro de cristal.”[3]

        En la novela La campana de cristal Sylvia Plath, a través de Esther Greenwood, su poco disimulado alter ego, denuncia los trabajos que cuesta ser mujer, y sobre todo ser una buena chica. La pesada virginidad, una desfloración dolorosa y sucia, un intento de violación, la universidad, la taquigrafía, la institución psiquiátrica, el tener hijos, la vida de los barrios residenciales, el matrimonio. Para quitarse de todo eso, para sacarse de encima la campana de cristal que la ahogaba, sólo valían la locura o el suicidio. “Después de diecinueve años corriendo detrás de buenas notas y premios y becas de un tipo o de otro aflojaba el paso, me detenía poco a poco, abandonaba la carrera.”[4]



[1] Sylvia Plath, The Bell Jar, p. 152.
[2] Sylvia Plath, The Journals, 11 – VII – 1952, p. 118.
[3] Sylvia Plath, The Journals, 13 – X – 1959, p. 517.
[4] Sylvia Plath, The Bell Jar, p. 30.

No hay comentarios:

Publicar un comentario