lunes, 8 de abril de 2013

9. Electra en el Camino de las Azaleas




        Se les murió Otto Plath. Perdían para siempre al marido, al padre. Sylvia lo cuenta así:

“Una noche ella vino a casa llorando como un ángel y me despertó y me dijo que papá se había ido, que estaba lo que llaman muerto, y que no volveríamos a verlo nunca, pero que los tres permaneceríamos unidos y llevaríamos de todos modos una vida alegre, para fastidiarle.”[1]

        Su madre, así:

        “Esperé a la mañana siguiente para decírselo a los niños. Había colegio, y entré primero en la habitación de Warren. El pequeño, que sólo tenía cinco años y medio, dormía, y se me ocurrió que mis hijos habrían ahora de pasar el resto de sus vidas teniéndome sólo a mí. (…) Warren se despertó solo. Le dije, con toda la serenidad de que fui capaz, que los sufrimientos de papá habían terminado, que había muerto mientras dormía y ahora descansaba. Warren se incorporó, me abrazó con todas sus fuerzas, y exclamó, ‘¡Oh, mamá, me alegro tanto de que [2] seas joven y estés bien!’
          Luego me enfrenté a una tarea más difícil, la de decírselo a Sylvia, que estaba ya leyendo en la cama. Me miró sombría un momento, y luego dijo secamente, ‘¡No volveré a hablar con Dios nunca más!’ Le dije que no hacía falta que fuese al colegio ese día si prefería quedarse en casa. Ella se había metido debajo de la manta, y oí su voz, apagada, “Es que quiero[3] ir al colegio.”
Después del colegio vino adonde yo estaba con los ojos enrojecidos, y me entregó un papelito, y por lo que decía deduje que sus compañeros de clase habían hecho comentarios desagradables a propósito de la posibilidad de un padrastro. En la hoja de papel, escritas con una letra temblorosa, aparecían estas palabras: PROMETO QUE NO ME VOLVERÉ A CASAR JAMÁS. Firmado:_________

Firmé enseguida, la abracé y le preparé un vaso de leche con galletas. Ella acercó su silla a la mía, suspiró aliviada y, apoyada en mi brazo, merendó con apetito. Hecho esto, se levantó enérgicamente y dijo, como si nada hubiera pasado, ‘Me voy a ver a David y a Ruth.’ Yo miré el ‘documento’, arrugado, que acababa de firmar…”[4]

        Aurelia prefirió que sus hijos no velaran a su padre, que estaba muy desfigurado, ni fueran al entierro. Procuraba evitarles más penas. Tampoco quiso llorarlo delante de ellos. Ahora sólo la tenían a ella, y le pareció que no era bueno que la viesen derrumbada.
 
        “Ante la petición del Dr. Loder, y una vez que me aseguró que podríamos celebrar el funeral ‘corriente’ que Otto había declarado que deseaba, permití que le practicasen una autopsia. Cuando vi a Otto en la funeraria, no guardaba semejanza alguna con el hombre que yo conocía, y parecía más bien un maniquí de escaparate. Los niños jamás habrían reconocido a su padre, pensé, así que no los llevé al entierro; en lugar de eso aquella tarde los dejé al cuidado de Marion Freeman, tan comprensiva y cariñosa. Lo que a mí me pareció entonces un ejercicio de coraje que hacía por amor de los niños lo interpretó mi hija, años después, como indiferencia. ‘Mi madre nunca encontró tiempo para guardar duelo por la muerte de mi padre.’ Yo  me recordaba vivamente de pequeña, viendo llorar a mi madre en mi presencia, y sintiendo que todo mi mundo se venía abajo. ¡Mi madre[5], aquella fuerte torre, mi único refugio, llorando[6]! Viniéndome esto a la memoria, aguanté el llanto hasta encontrarme sola en la cama, por la noche.”[7]

        Acerca de las pobres pompas fúnebres de Otto Plath tenemos también la versión de Aurelia y la de Sylvia, que remeda la de su madre, cargada de reproches:

“…Como mi marido no tenía ninguna pensión y los 5.000 dólares de su seguro de vida hubo que destinarlos para pagar los gastos médicos y el entierro, además de la entrada de nuestra nueva casa (al vender la de Winthrop habíamos perdido dinero)…”[8]

“…Apenas dejó dinero suficiente para su entierro, porque perdió mucho en la Bolsa, igual que su padre, y ¿no era horrible? Hombres hombres hombres.”[9]

Algo mareaba a Sylvia. “El padre muerto y podrido en la tumba que casi no alcanzó a pagar…”[10] Hasta 1959 no fue a ver a su padre al cementerio. La visita la entristeció. Lo contó en tres lugares.

En su diario[11] nota la fealdad y miseria del lugar.

        “Un día claro y azul en Winthrop. He ido a ver la tumba de mi padre, un espectáculo deprimente. Tres cementerios separados por calles, construidos todos en los últimos cincuenta años, más o menos, unos bloques de piedra crudos, feos, las lápidas muy juntas, como si hubieran puesto a los muertos a dormir encarados, en un asilo. En el tercer camposanto, en una zona llana, cubierta de hierba, frente a una extensión cetrina y estéril de hileras de casuchas de madera, encontré la piedra plana, ‘Otto E. Plath: 1885 - 1940’, justo al borde del camino, en un sitio en el que seguro que pisan su tumba al pasar. Me sentí estafada. Tuve la tentación de desenterrarlo. Para probar que existía, y que verdaderamente estaba muerto. ¿Qué quedará de él? No hay árboles, ni paz, su lápida apretada contra el cuerpo que tiene a su lado. Me fui enseguida. Será bueno tener presente el lugar.”[12]

En La campana de cristal[13] su otroyó escribe:

“Me cubrí el rostro con el velo negro y atravesé las puertas de hierro forjado. Me pareció raro que en todo el tiempo que mi padre había estado enterrado en este cementerio, ninguno de nosotros lo hubiera visitado jamás. Mi madre no nos había dejado ir a su funeral porque entonces éramos sólo unos niños, y se había muerto en el hospital, de manera que el cementerio, e incluso su muerte, siempre me habían parecido irreales.
Sentía un gran deseo, últimamente, de compensar a mi padre por todos los años de abandono y empezar a ocuparme de su tumba. Siempre había sido la favorita de mi padre, y parecía apropiado que guardara por él un duelo que mi madre nunca se había molestado en guardar.
Pensé que si mi padre no hubiera muerto me habría enseñado todo lo que sabía sobre los insectos. Eran su especialidad en la universidad. También me habría enseñado alemán, y griego, y latín, lenguas que él dominaba, y quizás fuera luterana. Mi padre había sido luterano en Wisconsin, pero en Nueva Inglaterra no estaban bien vistos, así que renunció al luteranismo y luego, según me dijo mi madre, se convirtió en un ateo amargado.
La tumba me decepcionó. Se encontraba en las afueras de la ciudad, en tierras bajas, como un basurero, y mientras recorría los caminos de grava me llegaba el olor a salitre y aguas estancadas de los marjales, a lo lejos.
La parte antigua del cementerio no estaba mal, con sus lápidas de piedra y sus monumentos mordidos por el liquen, pero vi muy pronto que mi padre debía de estar enterrado en la parte moderna, que data de los años 40.
Las lápidas de la parte moderna eran vulgares y baratas, aquí y allá alguna tumba tenía los bordes de mármol, y parecía una bañera rectangular llena de tierra, con un vaso de metal oxidado a la altura del ombligo, lleno de flores de plástico.
Empezó a lloviznar, el cielo estaba gris, y me sentí muy deprimida.
No encontraba a mi padre en ninguna parte.
(…)
Entonces vi la lápida de mi padre.
Estaba pegada a otra lápida, igual que colocan a la gente en las casas de la caridad, cuando falta espacio. La piedra era de mármol rosa veteado, un color como el del salmón en lata, y todo lo que ponía era el nombre de mi padre y, debajo de él, dos fechas, separadas por un pequeño guión.
Al pie de la piedra coloqué el ramo de azaleas, regadas por la lluvia, que había cogido de unos arbustos a la entrada del cementerio. Entonces las piernas se me doblaron, y me quedé sentada sobre la hierba mojada. No podía comprender por qué estaba sollozando de aquella manera.
Entonces recordé que nunca había llorado la muerte de mi padre.
Mi madre tampoco había llorado. Sonrió, diciendo que había sido una bendición que se muriese, pues de haber vivido habría sido un tullido y un inválido toda su vida, y no lo habría soportado, él preferiría morir a que le ocurriese algo así.
Yo apoyé el rostro contra la superficie suave del mármol y aullé por lo que había perdido bajo la lluvia fría y salada.”[14]

        El poema, <<Electra en el Camino de las Azaleas>>[15], lo escribió pocos después de su visita. Sylvia fue otra Bella Durmiente:

        El día de tu muerte me hice una madriguera bajo tierra,
        en el hibernáculo sin luz
        donde duermen las abejas de rayas negras y doradas mientras pasa la ventisca
        como piedras hieráticas, y el suelo es duro.
        Estuvo bien durante veinte años, invernar así…
        como si tú no hubieras existido nunca, como si yo hubiese
        salido al mundo, engendrada por algún dios, de la barriga de mi madre:
su amplio lecho conservaba la mancha de la divinidad.
        Yo no quise tener nada que ver con culpas ni con ninguna otra cosa
        y volví a colarme reptando en el corazón  de mi madre.
        Pequeña como una muñeca, con mi vestido de inocencia,
        yacía soñando tu épica, una imagen detrás de otra imagen.
        Nadie moría ni se agostaba sobre aquel escenario.
        Todo tenía lugar en medio de una blancura persistente.
        El día que desperté, desperté en  la Loma del Cementerio.
        Encontré tu nombre, encontré tus huesos y demás,
        en una hilera de la apretada necrópolis,
        tu lápida sucia, ladeada, junto a una verja de hierro.
        En esta casa de caridad, en este asilo para pobres donde los muertos
        se amontonan uno al lado del otro, ninguna flor
        rompe el suelo. Es el Camino de las Azaleas.
        Un campo de bardana se abre al sur.
        Te cubren seis pies de grava amarilla.
        La brisa no agita la salvia roja, artificial,
que colocaron en una cesta de siemprevivas de plástico
al pie de la lápida que tienes a tu lado, ni se marchita,
pero las lluvias disuelven su tinte sanguinolento:
los pétalos sucedáneos destilan gotas, gotas rojas.
A mí me inquieta otra especie de rojo:
el día en que tus flojas velas se bebieron el aliento de mi hermana
el mar, llano, se tornó violáceo, como aquel pérfido trapo
que mi madre desplegló para saludar tu último regreso a casa.[16]
Tomo prestadas las muletas de una tragedia antigua.
La verdad es que, bien entrado el mes de octubre, con mi primer llanto de recién nacida
un escorpión se mató con su propio aguijón, cosa que trae muy mal agüero;
Mi madre te soñó boca abajo, en el mar.
Los actores, aún entumecidos, asumen sus posturas y hacen una pausa para coger aliento.
Te llevé mi amor, para que lo tomaras, y entonces te acabaste.
Fue la gangrena la que te devoró hasta el hueso,
dijo mi madre; tuviste la muerte de un hombre cualquiera.
¿Cómo seguir cumpliendo años hasta alcanzar ese estado de ánimo?
Soy el fantasma de una suicida infame,
mi propia cuchilla azul se me oxida en la garganta.
Ay, perdona a la que llama a tu puerta pidiéndote
perdón, padre…a tu perra de presa, a tu hija, a tu amiga.
Fue mi amor lo que nos terminó a los dos.

El poema, leído junto con los otros textos, es riquísimo. Ver la miseria de la sepultura de su padre, y pensarlo tan escasamente velado, la hermana a otras mujeres de cuento. Recordemos el final desastrado y los apresurados funerales de Polonio, el padre de Ofelia: era ése uno de los temas de la locura de su hija. O a Antígona: su padre, Edipo, desapareció misteriosamente, en el bosque sagrado, secreto, conducido por Teseo. Cabezona, Antígona se empeñará después en dar sepultura a su hermano (pero ¿estaba pensando en su padre?). O a María Magdalena, que no pudo embalsamar a su señor, que lo vio en el huerto, que se retiró luego a soñarlo a una cueva de la Provenza…Por otra parte, el título del poema nos lleva a lo de Electra. En la cuarta estrofa (vv. 1 – 5) se alude al sacrificio de Ifigenia por su padre, Agamenón, y luego al recibimiento asesino que le dio su esposa, a su regreso de Troya. Electra lo vengará. “Mi madre te soñó boca abajo, en el mar.” Esto se refiere a un sueño que estudiaremos en otra parte.  Por último, Sylvia se llama “perra de presa”, “hija” y “amiga” de su padre, y le pide perdón, que fue su amor, dice, lo que los acabó. Recordemos lo que había escrito en su Diario: “¿Y si de verdad creo que maté a mi padre y lo castré…?[17]


[1] <<Notas sobre mis visitas a RB, Viernes, 12 de diciembre>> [de 1958]. En Sylvia Plath, The Journals…p. 430.
[2] Su cursiva.
[3] Su cursiva.
[4] Aurelia Schober Plath (ed.), Letters Home, pp. 24 – 25.
[5] Su cursiva.
[6] Su cursiva.
[7] Aurelia Schober Plath (ed.), Letters Home, pp. 25 - 28.
[8] Aurelia Schober Plath (ed.), Letters Home, p. 29.
[9]  <<Notas sobre mis visitas a RB, Viernes, 12 de diciembre>> [de 1958]. En Sylvia Plath, The Journals…p. 430.
[10] <<Notas sobre mis visitas a RB, Viernes, 12 de diciembre>> [de 1958]. En Plath Sylvia Plath, The Journals…p. 430.
[11] Sylvia Plath, The Journals…, 9 – III – 1959, p. 473.
[12] Sylvia Plath, The Journals…, 9 – III – 1959, p. 473.
[13] Sylvia Plath, The Bell Jar, pp. 175 – 177.
[14] Sylvia Plath, The Bell Jar, pp. 175 – 177.
[15] <<Electra on Azalea Path>>, en Sylvia Plath, Collected Poems, pp. 116 – 117.
[16] Estos tres versos están en cursiva en el original.
[17] Sylvia Plath, The Journals…, 29 – III – 1959, p. 476.

1 comentario:

  1. Es realmente maravilloso, un placer leer todo esto. Todo muy bueno y triste. Como Sylvia y como muchas...

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