Ted
Hughes relata en tres poemas la peligrosa añoranza de Sylvia por su niñez.
<<Tótem>>[1]
“Para guardarte de él (fuera lo que fuera) o
para atraerlo
pintabas corazoncitos en todas las
cosas.
No tenías otro logo.
Era tu objeto sagrado.
A veces pintabas a su alrededor la
guirnalda
de flores de una niña de ocho años, con
sus hojas verdes y sus pétalos amarillos.
A veces, en un lado, el azulejo de una
niña de ocho años.
Pero sobre todo corazones. O un simple
corazón rojo.”
Aquellos
corazones formaban…
“…la máscara vacía
de tu Genio.
La máscara
de uno que al abrir los brazos para
envolverte en ellos
te devoró.
Los corazoncitos que pintabas en todas
las cosas
han quedado, como el rastro de tu
pánico.
Las salpicaduras de una herida.
El rastro
del que te atrapó y te devoró.”
¿Era
papá, otra vez, el genio enmascarado para el que Sylvia pintaba corazoncitos
con la mano y el talento de una niña de ocho años? ¿El Genio que se la comió?
Con ellos lo espantaba, con ellos lo llamaba, lo reclamaba. Con ellos trataba
de tener de nuevo y para siempre (que papá aún vivía) ocho años.
En <<Que Dios
ayude al lobo al que los perros no ladran>>[2] Ted
Hughes cuenta cómo Sylvia, cuando tenía ocho años, había bailado para su padre,
enfermo y rabioso, “en la casa de la ira”, como dándole cuerda, para que no se
le muriese. Bailaba aún, y lloraba sin hacer ruido, “como quien busca a alguien
que se está ahogando / en aguas oscuras”.
En
<<Calle Eltisley, 55>>[3] Ted
Hughes describe a Sylvia mirando en una bola de cristal. Allí podía verse el
pasado (las felices navidades de Sylvia, de pequeña, en Nueva Inglaterra, con
papá y mamá) y, en la misma escena, el futuro, cargado de muerte y desventuras.
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