En
La campana de cristal Esther
Greenwood pregunta a un empleado del Metro cómo podía ir a la Cárcel de la Isla
del Ciervo.
--Tengo
que ir como sea.
--Eh
–el gordo del quiosco de billetes me miró a través de la reja--, no llores. ¿A
quién tienes ahí, cielo, a algún pariente?
(…)
--A
mi padre.[1]
Sylvia Plath ve a su
padre en un espigón de esa Isla del Ciervo en <<El hombre de
negro>>[2]
(1959):
“Donde los tres espigones
de color magenta reciben los empellones
y tirones del mar plomizo
a la izquierda, y la ola
suelta sus puños contra el pardo
cabo, cercado por alambradas,
de la Cárcel de la Isla de los Ciervos,
con sus aseadas pocilgas,
sus corrales de gallinas y su majada
a la derecha, y el hielo de marzo
escarcha aún las charcas que se forman entre las rocas,
los acantilados de color de tabaco se yerguen
sobre un gran saliente de piedra
que se desnuda con la marea baja,
y tú, desde el otro lado de esas blancas
piedras, cruzaste dando trancos con tu abrigo negro
de muerto, tus zapatos negros, y tu
pelo negro, hasta plantarte ahí:
eras un vórtice fijo en la punta
más alejada, y unías con remaches las piedras, el aire,
todo aquello.”
En sus diarios[3]
asocia el texto (“el único poema ‘de
amor’ de mi libro”) con sus visitas al cementerio de Winthrop.
Sin embargo, Ted
Hughes, en <<El abrigo negro>>[4], supo
otra cosa. Era él, el hombre del abrigo negro asomado a aquel acantilado del
Atántico Norte, con “la marea baja”. Acaso Sylvia no comprendiese…
“…cómo aquella imagen doble,
la doble exposición que padecían tus ojos,
era la proyección
del error diplópico de tu corazón partido en dos.”
Su “padre muerto”
había salido, arrastrándose, de aquel mar, y la mirada enferma de Sylvia fundía
en uno “el cuerpo del fantasma” y el de Ted.
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