lunes, 8 de abril de 2013

13. Daddy (Vati)




        Su padre “venía de alguna aldea maníacodepresiva del negro corazón de Prusia”. Quería Sylvia, o eso decía, aprender el alemán de su padre, pero no podía: cuando, abriendo algún libro escrito en ese idioma, veía las “letras densas, negras, de alambre de espino”, su mente “se cerraba como una almeja”.[1]

        Aurelia Plath, la madre de Sylvia, cuenta, en su Introducción[2] a las cartas de su hija a casa, el final de su marido:

“Una mañana de mediados de agosto de 1940, cuando se disponía a salir de casa para impartir un curso de verano, Otto se golpeó el meñique de un pie contra la base de su escritorio. Cuando volvió a casa, cojeando, aquella tarde, le pedí que me enseñara el pie. Nos consternamos al ver que tenía los dedos negros, y que unas vetas rojizas subían hasta los tobillos.”

Esta vez llamaron al médico. Otto no padecía ningún cáncer, como pensaba, sino una diabetes, una enfermedad que, diagnosticada a tiempo, “podía controlarse con insulina y un régimen apropiado”. Entonces Otto…

“…cogió una neumonía, pasó dos semanas en el hospital de Winthrop y regresó a casa con una enfermera. Yo envié a Warren a casa de los abuelos, donde su tío Frank lo llevaba a navegar y a pescar. Sylvia quiso quedarse con nosotros, así que la enfermera, que era muy cariñosa, le hizo un uniforme con uno que tenía algo viejo, y la nombró su ‘ayudante’. Sylvia llevaba a papá fruta o bebidas frescas de vez en cuando, y le enseñaba dibujos que había hecho para él, cosas que daban a Otto un poco de ánimo.”

        Fue a peor. Lo llevaron de nuevo al hospital, y el doctor Loder comunicó a Aurelia que “habría que amputarle la pierna a la altura del muslo, para detener la gangrena”. El 12 de octubre lo operaron.

Marion Freeman, amiga y vecina de Aurelia, cuidaba a los niños mientras ella acompañaba a su esposo en el hospital, y le aconsejó que hablara con ellos, pues las murmuraciones les hacían daño.

“Warren aceptó la noticia con aplomo, tal vez sin darse cuenta de su alcance; Sylvia, con los ojos muy abiertos, preguntó, ‘Cuando se compre unos zapatos, ¿tendrá que comprar un par, mamá?’”

Otto ya no vino a casa. El 5 de noviembre sufrió una embolia mientras dormía, y murió.

        Sylvia vio así a sus padres. Su madre…

“…tuvo una vida dura. Se casó con la ansiedad que produce estar a punto de cumplir los treinta, con un hombre que era mayor que su propia madre y que tenía una esposa en el Oeste. Se casaron en Reno. Él se puso enfermo en cuanto el sacerdote les dijo que se podían besar. Más y más enfermo. Ella imaginó que era un bruto, y no pudo amarlo, no lo amó. (…) Lo aborreció. Él se negaba a ir al médico, o a creer en Dios y, en casa, saludaba ‘Heil Hitler’. (…) [Sylvia imagina el siguiente monólogo interior de su madre]: ‘Sangro sangro sangro. Mira lo que  [los niños] me hacen. Tengo úlceras, ¿ves cómo sangro? Mi marido, al cual odio, está en el hospital, con una gangrena y diabetes, y barba, y le han cortado la pierna y me da asco, y si sobrevive será un impedido, cosa que yo no podría soportar. Que se muera.’ (Y se murió.) ‘Tenía un coágulo de sangre en el cerebro, y qué suerte que se murió, porque nos habría dado la tabarra en casa, imagínate, tener un idiota rondando todo el día, y yo tendría que mantenerlo a él, además de a los dos niños.’”[3]

        Como advierte Ted Hughes en un ensayo sobre los diarios de su mujer, el 2 de abril de 1962, en <<Pequeña fuga>>[4],

“…de pronto el fantasma de su padre reaparece, por primera vez en dos años y medio, y es afirmado de manera estremecedora, directa, desmitologizada. (…) Estaba encontrando la voz de Ariel.”[5]

        (…)
¡Un embudo tan oscuro, mi padre!
        Veo tu voz,
        negra y frondosa, como en mi infancia,

        un seto de tejos de órdenes,
        góticas y bárbaras, alemanas puras.
        Hay muertos que lloran por ellas.
        Yo no tengo la culpa de nada.
       
El tejo vale mi Cristo, entonces.
        ¿No parece que lo hayan torturado?
        ¡Y tú, que pasaste la Gran Guerra
        en la charcutería de California,

        podando salchichas!
        Ellas colorean mis sueños,
        rojas, veteadas, como cuellos cortados.
        ¡Aquello sí era silencio!

        Un gran silencio de otro orden.
        Yo tenía siete años, no sabía nada.
        El mundo ocurría.
        Tú tenías una pierna, e ideas prusianas.

Ahora nubes semejantes a aquéllas

        extienden sus sábanas vacuas.
        ¿No dices nada?
        Yo renqueo de la memoria.

        Recuerdo unos ojos azules,
        una cartera llena de mandarinas.
        ¡Eso era un hombre, entonces!
        La muerte se abrió, como un árbol negro, negra.

        Yo sobrevivo mientras tanto,
        ordenando mi mañana.   
        Éstos son mis dedos, éste, mi bebé.
        Las nubes son un vestido de novia, del mismo tono pálido.

El lugar tierno que da título a este poema (<<The Tender Place>>[6]) de Ted Hughes son las sienes de Silvia, donde recibía las descargas eléctricas durante su terapia. ¿Qué removían aquellos rayos? “Vi / la rama de un roble romperse con el trueno. / Tú la pierna de tu padre.” “You your Daddy’s leg.” Sylvia era la pierna amputada de Otto Plath. Por eso renqueaba de la memoria.

        Será también Otto el “Herr Dios, Herr Lucifer” de <<Doña Lázaro>> (<<Lady Lazarus>>[7]), escrito entre los días 23 y 29 de octubre de 1962, el nazi que allí quema a Sylvia, rebusca el oro de su anillo de boda y de sus empastes entre sus cenizas y convierte su cuerpo (tremebunda metamorfosis) en pastillas de jabón o pantallas de lámparas.

        Y sí, sí, Herr Doktor.
        Sí, Herr Enemigo.

        Soy obra tuya…”

        Ahora bien, Sylvia vuelve después de cada muerte más brava y capaz, tremenda.

        Herr Dios, Herr Lucifer,
        mucho ojo,
        mucho ojo.

        Surjo
        de las cenizas, con mi cabellera roja,
        y me como a los hombres, lo mismo que si fueran aire.”

<<Papá>>[8] (12 – X – 1962) es su poema más duro y valiente.

        Ya no me sirves, ya no me sirves
        más, zapato negro
        dentro del cual he vivido, como un pie,
        durante treinta años, pobre y blanca,
        sin atreverme apenas a respirar o a decir achís.

        Papá, he tenido que matarte.
        Te fuiste a morir antes de que yo tuviera tiempo…
        pesado como el mármol, un saco lleno de Dios,
        estatua horrorosa, tenías el pulgar del pie gris
        y más gordo que una foca de San Francisco,

        y la cabeza en el caprichoso Atlántico
        donde una lluvia verdosa cae sobre el azul
        de las aguas de la hermosa playa de Nauset.
        Solía rezar para recuperarte.
        Ach, du.

        En la lengua alemana, en la villa polaca
        aplanada por el rodillo
        de guerras y guerras y guerras.
        Pero el nombre de la villa es muy corriente.
        Una amiga mía, que es de Aquel país,

        dice que hay, con ese nombre, una o dos docenas.
        De modo que nunca pude saber dónde
        plantaste el pie, cuáles fueron tus raíces,
        nunca pude hablar contigo.
        Se me trababa la lengua.

        Se me enganchó a una alambrada.
        Ich, ich, ich, ich,
        casi no podía hablar.
        Pensé que cada alemán que conocía eras tú.
        Y el idioma, obsceno,

        una locomotora, una locomotora
        que me arrastraba resoplando, como a un vagón de judíos.
        Judíos camino de Dachau, de Auschwitz, de Belsen.
        Empecé a hablar como los judíos.
        Bien puede ser, creo, que sea yo judía.

        Las nieves del Tirol, la cerveza rubia de Viena
        no son muy puras, ni verdaderas.
        Con mi antepasada gitana y mi grotesca suerte
        y mi baraja del tarot y mi baraja del tarot
        puede que yo tenga algo de judía.

        Siempre te he tenido miedo a ti[9],
        con tu Luftwaffe, tu jerigonza.
        Y tu bigote recortado,
        y tu mirada aria, de un azul brillante.
        Hombre-Panzer, hombre-Panzer, Oh, Tú…

        que no eres Dios, sino una esvástica
        tan negra que ningún cielo podría atravesarla.
        Toda mujer adora a un Fascista,
        la bota en el rostro, el embrutecido,
        embrutecido corazón de un bruto como tú.

        Estás delante de la pizarra, papá,
        en una foto que tengo tuya,
        un hoyito en la barbilla, en lugar del pie,
        pero no por eso menos el demonio, no por eso
        menos el hombre de negro que

        partió en dos a dentelladas mi bonito corazón colorado.
        Yo tenía diez años cuando te enterraron.
        A los veinte traté de morirme
        y regresar, regresar, regresar contigo.
        Pensé que bastaría con que se encontrasen nuestros huesos.

        Pero me sacaron de la bolsa
        y pegaron con cola mis pedazos.
        Y entonces supe qué hacer.
        Hice un muñeco a tu imagen y semejanza,
        un hombre de negro con aspecto de Meinkampf

        aficionado al potro y a las empulgueras.
        Y dije, sí, quiero, sí, quiero.
        Conque, papá, por fin he terminado contigo.
        He arrancado de cuajo el teléfono negro,
        y las voces ya no podrán arrastrarse hasta alcanzarme.

        Si he matado a un hombre, he matado a dos…
        al vampiro que dijo que eras tú
        y estuvo chupándome la sangre un año,
        siete años, si quieres saberlo.
        Papá, ya puedes volver a acostarte.

        Hay una estaca clavada en tu corazón grueso y negro,
        y a los del pueblo nunca les gustaste.
        Bailan dando brincos sobre tus huesos.
        Ellos siempre supieron[10] que eras tú.
        Papá, papá, tú, bastardo, he terminado contigo.

        Sylvia hace a su padre nazi, diablo, hombre de negro, vampiro. Le tenía miedo. Pero también lo ha añorado. Tanto, que fue a buscarlo al otro lado, en la muerte. Tanto, que se casó con uno que ella fabricó a su imagen y semejanza. Ahora por fin se ha desembarazado de él (y de él). Ted, en este poema, es papá, y también a él lo ha perdido, quedando herida de muerte.


[1] Sylvia Plath, The Bell Jar, p. 34.
[2] Aurelia Schober Plath (ed.), Letters Home, pp. 22 – 24.
[3] <<Notas sobre mis visitas a RB [doctora Ruth Beuscher]: Viernes, 12 de diciembre [de 1958]>>. En Sylvia Plath, The Journals…pp. 429 – 430.
[4] Sylvia Plath, Collected Poems, pp. 187 – 189.
[5] Ted Hughes, <<Sylvia Plath and her Journals>>. En Paul Alexander, (ed.), Ariel Ascending: Writings About Sylvia Plath, Nueva York, Harper & Row, 1985. En Erica Wagner, Ariel’s Gift, p. 145.
[6] Ted Hughes, Birthday Letters, pp. 12 – 13.
[7] <<Lady Lazarus>>.  Sylvia Plath, Collected Poems, pp. 244 – 247.
[8] <<Daddy>>. Sylvia Plath, Collected Poems, pp. 222 – 224.
[9] En cursiva en el original.
[10] En cursiva en el original.

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