Su
padre “venía de alguna aldea maníacodepresiva del negro corazón de Prusia”.
Quería Sylvia, o eso decía, aprender el alemán de su padre, pero no podía:
cuando, abriendo algún libro escrito en ese idioma, veía las “letras densas,
negras, de alambre de espino”, su mente “se cerraba como una almeja”.[1]
Aurelia
Plath, la madre de Sylvia, cuenta, en su Introducción[2] a las
cartas de su hija a casa, el final de su marido:
“Una
mañana de mediados de agosto de 1940, cuando se disponía a salir de casa para
impartir un curso de verano, Otto se golpeó el meñique de un pie contra la base
de su escritorio. Cuando volvió a casa, cojeando, aquella tarde, le pedí que me
enseñara el pie. Nos consternamos al ver que tenía los dedos negros, y que unas
vetas rojizas subían hasta los tobillos.”
Esta vez llamaron al
médico. Otto no padecía ningún cáncer, como pensaba, sino una diabetes, una
enfermedad que, diagnosticada a tiempo, “podía controlarse con insulina y un
régimen apropiado”. Entonces Otto…
“…cogió una
neumonía, pasó dos semanas en el hospital de Winthrop y regresó a casa con una
enfermera. Yo envié a Warren a casa de los abuelos, donde su tío Frank lo
llevaba a navegar y a pescar. Sylvia quiso quedarse con nosotros, así que la
enfermera, que era muy cariñosa, le hizo un uniforme con uno que tenía algo
viejo, y la nombró su ‘ayudante’. Sylvia llevaba a papá fruta o bebidas frescas
de vez en cuando, y le enseñaba dibujos que había hecho para él, cosas que
daban a Otto un poco de ánimo.”
Fue
a peor. Lo llevaron de nuevo al hospital, y el doctor Loder comunicó a Aurelia
que “habría que amputarle la pierna a la altura del muslo, para detener la
gangrena”. El 12 de octubre lo operaron.
Marion Freeman, amiga
y vecina de Aurelia, cuidaba a los niños mientras ella acompañaba a su esposo
en el hospital, y le aconsejó que hablara con ellos, pues las murmuraciones les
hacían daño.
“Warren aceptó la
noticia con aplomo, tal vez sin darse cuenta de su alcance; Sylvia, con los
ojos muy abiertos, preguntó, ‘Cuando se compre unos zapatos, ¿tendrá que
comprar un par, mamá?’”
Otto ya no vino a
casa. El 5 de noviembre sufrió una embolia mientras dormía, y murió.
Sylvia
vio así a sus padres. Su madre…
“…tuvo una vida dura.
Se casó con la ansiedad que produce estar a punto de cumplir los treinta, con
un hombre que era mayor que su propia madre y que tenía una esposa en el Oeste.
Se casaron en Reno. Él se puso enfermo en cuanto el sacerdote les dijo que se
podían besar. Más y más enfermo. Ella imaginó que era un bruto, y no pudo
amarlo, no lo amó. (…) Lo aborreció. Él se negaba a ir al médico, o a creer en
Dios y, en casa, saludaba ‘Heil Hitler’.
(…) [Sylvia imagina el siguiente monólogo interior de su madre]: ‘Sangro sangro
sangro. Mira lo que [los niños] me
hacen. Tengo úlceras, ¿ves cómo sangro? Mi marido, al cual odio, está en el
hospital, con una gangrena y diabetes, y barba, y le han cortado la pierna y me
da asco, y si sobrevive será un impedido, cosa que yo no podría soportar. Que
se muera.’ (Y se murió.) ‘Tenía un coágulo de sangre en el cerebro, y qué
suerte que se murió, porque nos habría dado la tabarra en casa, imagínate,
tener un idiota rondando todo el día, y yo tendría que mantenerlo a él, además
de a los dos niños.’”[3]
Como
advierte Ted Hughes en un ensayo sobre los diarios de su mujer, el 2 de abril
de 1962, en <<Pequeña fuga>>[4],
“…de pronto el
fantasma de su padre reaparece, por primera vez en dos años y medio, y es
afirmado de manera estremecedora, directa, desmitologizada. (…) Estaba
encontrando la voz de Ariel.”[5]
“(…)
¡Un embudo tan oscuro, mi padre!
Veo tu voz,
negra y frondosa, como en mi infancia,
un seto de tejos de órdenes,
góticas y bárbaras, alemanas puras.
Hay muertos que lloran por ellas.
Yo no tengo la culpa de nada.
El tejo vale mi Cristo, entonces.
¿No parece que lo hayan torturado?
¡Y tú, que pasaste la Gran Guerra
en la charcutería de California,
podando salchichas!
Ellas colorean mis sueños,
rojas, veteadas, como cuellos cortados.
¡Aquello sí era silencio!
Un gran silencio de otro orden.
Yo tenía siete años, no sabía nada.
El mundo ocurría.
Tú tenías una pierna, e ideas prusianas.
Ahora nubes semejantes a aquéllas
extienden sus sábanas vacuas.
¿No dices nada?
Yo renqueo de la memoria.
Recuerdo unos ojos azules,
una cartera llena de mandarinas.
¡Eso era un hombre, entonces!
La muerte se abrió, como un árbol negro,
negra.
Yo sobrevivo mientras tanto,
ordenando mi mañana.
Éstos son mis dedos, éste, mi bebé.
Las nubes son un vestido de novia, del
mismo tono pálido.”
El lugar tierno que
da título a este poema (<<The Tender Place>>[6]) de
Ted Hughes son las sienes de Silvia, donde recibía las descargas eléctricas
durante su terapia. ¿Qué removían aquellos rayos? “Vi / la rama de un roble
romperse con el trueno. / Tú la pierna de
tu padre.” “You your Daddy’s leg.”
Sylvia era la pierna amputada de Otto Plath. Por eso renqueaba de la memoria.
Será
también Otto el “Herr Dios, Herr Lucifer” de <<Doña Lázaro>>
(<<Lady Lazarus>>[7]),
escrito entre los días 23 y 29 de octubre de 1962, el nazi que allí quema a
Sylvia, rebusca el oro de su anillo de boda y de sus empastes entre sus cenizas
y convierte su cuerpo (tremebunda metamorfosis) en pastillas de jabón o
pantallas de lámparas.
“Y sí, sí, Herr Doktor.
Sí, Herr Enemigo.
Soy
obra tuya…”
Ahora
bien, Sylvia vuelve después de cada muerte más brava y capaz, tremenda.
“Herr Dios, Herr Lucifer,
mucho ojo,
mucho ojo.
Surjo
de las cenizas, con mi cabellera roja,
y me como a los hombres, lo mismo que si
fueran aire.”
<<Papá>>[8] (12 –
X – 1962) es su poema más duro y valiente.
“Ya no me sirves, ya no me sirves
más, zapato negro
dentro del cual he vivido, como un pie,
durante treinta años, pobre y blanca,
sin atreverme apenas a respirar o a
decir achís.
Papá, he tenido que matarte.
Te fuiste a morir antes de que yo
tuviera tiempo…
pesado como el mármol, un saco lleno de
Dios,
estatua horrorosa, tenías el pulgar del
pie gris
y más gordo que una foca de San
Francisco,
y la cabeza en el caprichoso Atlántico
donde una lluvia verdosa cae sobre el
azul
de las aguas de la hermosa playa de
Nauset.
Solía rezar para recuperarte.
Ach, du.
En la lengua alemana, en la villa polaca
aplanada por el rodillo
de guerras y guerras y guerras.
Pero el nombre de la villa es muy
corriente.
Una amiga mía, que es de Aquel país,
dice que hay, con ese nombre, una o dos
docenas.
De modo que nunca pude saber dónde
plantaste el pie, cuáles fueron tus
raíces,
nunca pude hablar contigo.
Se me trababa la lengua.
Se me enganchó a una alambrada.
Ich, ich, ich, ich,
casi no podía hablar.
Pensé que cada alemán que conocía eras
tú.
Y el idioma, obsceno,
una locomotora, una locomotora
que me arrastraba resoplando, como a un
vagón de judíos.
Judíos camino de Dachau, de Auschwitz,
de Belsen.
Empecé a hablar como los judíos.
Bien puede ser, creo, que sea yo judía.
Las nieves del Tirol, la cerveza rubia
de Viena
no son muy puras, ni verdaderas.
Con mi antepasada gitana y mi grotesca
suerte
y mi baraja del tarot y mi baraja del
tarot
puede que yo tenga algo de judía.
Siempre te he tenido miedo a
ti[9],
con tu Luftwaffe, tu jerigonza.
Y tu bigote recortado,
y tu mirada aria, de un azul brillante.
Hombre-Panzer, hombre-Panzer, Oh, Tú…
que no eres Dios, sino una esvástica
tan negra que ningún cielo podría
atravesarla.
Toda mujer adora a un Fascista,
la bota en el rostro, el embrutecido,
embrutecido corazón de un bruto como tú.
Estás delante de la pizarra, papá,
en una foto que tengo tuya,
un hoyito en la barbilla, en lugar del
pie,
pero no por eso menos el demonio, no por
eso
menos el hombre de negro que
partió en dos a dentelladas mi bonito
corazón colorado.
Yo tenía diez años cuando te enterraron.
A los veinte traté de morirme
y regresar, regresar, regresar contigo.
Pensé que bastaría con que se
encontrasen nuestros huesos.
Pero me sacaron de la bolsa
y pegaron con cola mis pedazos.
Y entonces supe qué hacer.
Hice un muñeco a tu imagen y semejanza,
un hombre de negro con aspecto de
Meinkampf
aficionado al potro y a las empulgueras.
Y dije, sí, quiero, sí, quiero.
Conque, papá, por fin he terminado
contigo.
He arrancado de cuajo el teléfono negro,
y las voces ya no podrán arrastrarse
hasta alcanzarme.
Si he matado a un hombre, he matado a
dos…
al vampiro que dijo que eras tú
y estuvo chupándome la sangre un año,
siete años, si quieres saberlo.
Papá, ya puedes volver a acostarte.
Hay una estaca clavada en tu corazón
grueso y negro,
y a los del pueblo nunca les gustaste.
Bailan dando brincos sobre tus huesos.
Ellos siempre supieron[10] que eras tú.
Papá, papá, tú, bastardo, he terminado
contigo.”
Sylvia
hace a su padre nazi, diablo, hombre de negro, vampiro. Le tenía miedo. Pero
también lo ha añorado. Tanto, que fue a buscarlo al otro lado, en la muerte.
Tanto, que se casó con uno que ella fabricó a su imagen y semejanza. Ahora por
fin se ha desembarazado de él (y de él). Ted, en este poema, es papá, y también
a él lo ha perdido, quedando herida de muerte.
[1]
Sylvia Plath, The Bell Jar, p. 34.
[3] <<Notas sobre mis visitas a RB
[doctora Ruth Beuscher]: Viernes, 12 de diciembre [de 1958]>>. En Sylvia
Plath, The Journals…pp. 429 – 430.
[4]
Sylvia Plath, Collected Poems, pp.
187 – 189.
[5]
Ted Hughes, <<Sylvia Plath and her Journals>>. En Paul Alexander,
(ed.), Ariel Ascending: Writings About
Sylvia Plath, Nueva York, Harper & Row, 1985. En Erica Wagner, Ariel’s Gift, p. 145.
[6]
Ted Hughes, Birthday Letters, pp. 12
– 13.
[7]
<<Lady Lazarus>>. Sylvia
Plath, Collected Poems, pp. 244 –
247.
[8]
<<Daddy>>. Sylvia Plath, Collected
Poems, pp. 222 – 224.
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