lunes, 8 de abril de 2013

18. La canción de Ariel




        “…y un ahogado, quejándose del enorme frío,
        sale arrastrándose del mar.”[1]

        En su edición de las cartas de su hija Sylvia, Aurelia Plath[2] recuerda que el año 1945 llevó a sus hijos a ver La Tempestad, de William Shakespeare. Aquella tarde de teatro fue para Sylvia, que aún no había cumplido los doce años, según su madre, una “ocasión celestial”.[3] Sylvia piensa “otro título” para su libro, Full Fathom Five (En el fondo del mar, a cinco brazas):

“Guarda una relación más rica con mi vida y con sus símbolos que ninguna otra cosa que haya soñado antes: tiene como fondo La Tempestad, y asocia el mar, que es una metáfora central de mi infancia, mis poemas y el inconsciente del artista, con la imagen del padre, puesto que todo ello toca en mi padre, la musa masculina sepultada & el dios-creador que vuelve de entre los muertos convertido en mi compañero, Ted, y con neptuno, el padre marino, y con las perlas y el coral delicadamente labrados: el mar que transforma en perlas la ubicua arena de la tristeza y de la tediosa rutina. (…) Empezaré escogiendo objetos mágicos y escribiré sobre ellos: hombres de barbas marinas…empiezo así, sondeando los fondos de mi mente, sumergida en las profundidades, ‘y está viejo y viejo está triste y viejo está triste y cansada regreso a ti, mi padre frío, mi padre frío y tarado, mi padre frío, tarado, terrible…” así habla Joyce, así el río remonta hasta la fuente paternal de la divinidad.”[4]

Semanas después[5]  insiste en que el poema trata de su “musa paternal, marina, divina”.

        En La Tempestad (I, II, 390 – 407) Ariel, duendecillo gamberro, se lleva con “aires dulces” a Fernando, y rima luego a su padre, “ahogado”. Era engaño sañudo, con aquel trabajo ganaría el príncipe de este cuento a Miranda, la hija del Rey Mago.

                 Canción de Ariel.

En el fondo del mar,        a cinco brazas, yace
        Tu padre. De sus huesos        se fabrica el coral,
        Ésas de ahí son perlas,        pero fueron sus ojos:
        No hay parte alguna,        que pueda disolverse,
        Que el mar no mude en algo        riquísimo y extraño. 
        Ninfas marinas tocan        por él todas las horas
        A muerto. Tan, talán.        ¿No las oyes? Ahora
        Las oigo yo: tan, doblan        las campanas, talán.

        El poema de Sylvia, <<Afondado cinco brazas>>[6] (1958), reescribe, o traduce, la Canción de Ariel.

        “Viejo, rara vez asomas a la superficie.
        Luego entras con la menguante,
        cuando los mares vacían en las playas sus muertos, cubierto

        de espuma: el pelo blanco, la barba blanca, remoto,
        una red barredera que se eleva o se derrumba, removida
        por las crestas y los tumbos de las olas. A lo largo de millas y millas

        se extienden los haces radiales
        de tu cabellera suelta, en cuyas madejas arrugadas,
        anudado, atrapado, sobrevive

        el mito antiguo de orígenes
        inimaginables. Flotas muy cerca,
        como las zozobrantes montañas de hielo

        del norte, que hay que esquivar,
        y no pueden ser sondadas. Toda oscuridad
        comienza con un peligro:

        tus peligros son numerosos. Yo
        no puedo mirarte mucho tiempo sin que tu forma sufra
        alguna extraña herida

        y parezca morir: del mismo modo los vapores
        se deshilachan cuando clarece en el mar del alba.
        Los rumores enfangados

        de tu sepultura me mueven
        a creer en ella sólo a medias: tu reaparición
        prueba que quienes murmuraban no tocaban fondo,

        pues por las arrugas arcaicas, excavadas
        en tu rostro veteado, el tiempo corre a raudales:
        caen los años igual que la lluvia

        sobre los canales inmutables
del océano. Ese humor tan fino y
esa resistencia son remolinos 

capaces de arramblar con los fundamentos
de la tierra y con la cumbrera del cielo.
De cintura para abajo, puedes soltar

una maraña laberíntica
que eche raíces entre nudillos, tibias,
cráneos. Inescrutable,

debajo de unos hombros que jamás
ha visto nadie que conservase luego la cabeza,
desafías las preguntas:

desafías a toda otra divinidad.
Yo ando, seca, por la frontera de tu reino,
exiliada enhoramala.

Tu lecho de conchas sí lo recuerdo.
Padre, este aire espeso es asesino.
Quisiera respirar agua.

        Sylvia contempla “cómo, muerto, vive aún, y pierde su forma, y de nuevo toma forma, y otra vez se hace”[7], como el rey ahogado de La canción de Ariel, y sufre extrañas metamorfosis en el fondo del mar. Sylvia quisiera juntarse con él allí.



[1] De <<Una vida>> (<<A Life>>), 18 – XI – 1960, en Sylvia Plath, Collected Poems, pp. 149 – 150.
[2] Aurelia Schober Plath (ed.), Letters Home, p. 31.
[3] Paul Alexander, Rough Magic: A Biography of Sylvia Plath, Nueva York, Penguin, 1992, p. 44. En Erica Wagner, Ariel’s Gift, p. 99.
[4] Sylvia Plath, The Journals…, 11 – V – 1958, p. 381.
[5] Sylvia Plath, The Journals…, 4 – VII – 1958, p. 399.
[6] <<Full Fathom Five>>, en Sylvia Plath, Collected Poems, pp. 92 – 93.
[7] Sylvia Plath, The Journals, 26 – I – 1958, p. 319.

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