Se
les murió Otto Plath. Perdían para siempre al marido, al padre. Sylvia lo
cuenta así:
“Una
noche ella vino a casa llorando como un ángel y me despertó y me dijo que papá
se había ido, que estaba lo que llaman muerto, y que no volveríamos a verlo
nunca, pero que los tres permaneceríamos unidos y llevaríamos de todos modos
una vida alegre, para fastidiarle.”[1]
Su
madre, así:
“Esperé a la mañana
siguiente para decírselo a los niños. Había colegio, y entré primero en la
habitación de Warren. El pequeño, que sólo tenía cinco años y medio, dormía, y
se me ocurrió que mis hijos habrían ahora de pasar el resto de sus vidas
teniéndome sólo a mí. (…) Warren se despertó solo. Le dije, con toda la
serenidad de que fui capaz, que los sufrimientos de papá habían terminado, que
había muerto mientras dormía y ahora descansaba. Warren se incorporó, me abrazó
con todas sus fuerzas, y exclamó, ‘¡Oh, mamá, me alegro tanto de que tú[2] seas
joven y estés bien!’
Luego me enfrenté a una tarea más
difícil, la de decírselo a Sylvia, que estaba ya leyendo en la cama. Me miró
sombría un momento, y luego dijo secamente, ‘¡No volveré a hablar con Dios
nunca más!’ Le dije que no hacía falta que fuese al colegio ese día si prefería
quedarse en casa. Ella se había metido debajo de la manta, y oí su voz,
apagada, “Es que quiero[3] ir al
colegio.”
Después
del colegio vino adonde yo estaba con los ojos enrojecidos, y me entregó un
papelito, y por lo que decía deduje que sus compañeros de clase habían hecho
comentarios desagradables a propósito de la posibilidad de un padrastro. En la
hoja de papel, escritas con una letra temblorosa, aparecían estas palabras:
PROMETO QUE NO ME VOLVERÉ A CASAR JAMÁS. Firmado:_________
Firmé
enseguida, la abracé y le preparé un vaso de leche con galletas. Ella acercó su
silla a la mía, suspiró aliviada y, apoyada en mi brazo, merendó con apetito.
Hecho esto, se levantó enérgicamente y dijo, como si nada hubiera pasado, ‘Me
voy a ver a David y a Ruth.’ Yo miré el ‘documento’, arrugado, que acababa de
firmar…”[4]
Aurelia
prefirió que sus hijos no velaran a su padre, que estaba muy desfigurado, ni
fueran al entierro. Procuraba evitarles más penas. Tampoco quiso llorarlo
delante de ellos. Ahora sólo la tenían a ella, y le pareció que no era bueno
que la viesen derrumbada.
“Ante la petición del
Dr. Loder, y una vez que me aseguró que podríamos celebrar el funeral
‘corriente’ que Otto había declarado que deseaba, permití que le practicasen
una autopsia. Cuando vi a Otto en la funeraria, no guardaba semejanza alguna
con el hombre que yo conocía, y parecía más bien un maniquí de escaparate. Los
niños jamás habrían reconocido a su padre, pensé, así que no los llevé al
entierro; en lugar de eso aquella tarde los dejé al cuidado de Marion Freeman,
tan comprensiva y cariñosa. Lo que a mí me pareció entonces un ejercicio de
coraje que hacía por amor de los niños lo interpretó mi hija, años después,
como indiferencia. ‘Mi madre nunca encontró tiempo para guardar duelo por la
muerte de mi padre.’ Yo me recordaba
vivamente de pequeña, viendo llorar a mi madre en mi presencia, y sintiendo que
todo mi mundo se venía abajo. ¡Mi madre[5],
aquella fuerte torre, mi único refugio, llorando[6]!
Viniéndome esto a la memoria, aguanté el llanto hasta encontrarme sola en la
cama, por la noche.”[7]
Acerca
de las pobres pompas fúnebres de Otto Plath tenemos también la versión de
Aurelia y la de Sylvia, que remeda la de su madre, cargada de reproches:
“…Como mi marido no
tenía ninguna pensión y los 5.000 dólares de su seguro de vida hubo que
destinarlos para pagar los gastos médicos y el entierro, además de la entrada
de nuestra nueva casa (al vender la de Winthrop habíamos perdido dinero)…”[8]
“…Apenas dejó dinero
suficiente para su entierro, porque perdió mucho en la Bolsa, igual que su
padre, y ¿no era horrible? Hombres hombres hombres.”[9]
Algo mareaba a
Sylvia. “El padre muerto y podrido en la tumba que casi no alcanzó a pagar…”[10]
Hasta 1959 no fue a ver a su padre al cementerio. La visita la entristeció. Lo
contó en tres lugares.
En su diario[11] nota
la fealdad y miseria del lugar.
“Un día claro y azul
en Winthrop. He ido a ver la tumba de mi padre, un espectáculo deprimente. Tres
cementerios separados por calles, construidos todos en los últimos cincuenta
años, más o menos, unos bloques de piedra crudos, feos, las lápidas muy juntas,
como si hubieran puesto a los muertos a dormir encarados, en un asilo. En el
tercer camposanto, en una zona llana, cubierta de hierba, frente a una
extensión cetrina y estéril de hileras de casuchas de madera, encontré la piedra
plana, ‘Otto E. Plath: 1885 - 1940’, justo al borde del camino, en un sitio en
el que seguro que pisan su tumba al pasar. Me
sentí estafada. Tuve la tentación de desenterrarlo. Para probar que existía, y
que verdaderamente estaba muerto. ¿Qué quedará de él? No hay árboles, ni
paz, su lápida apretada contra el cuerpo que tiene a su lado. Me fui enseguida.
Será bueno tener presente el lugar.”[12]
En La campana de cristal[13] su
otroyó escribe:
“Me
cubrí el rostro con el velo negro y atravesé las puertas de hierro forjado. Me
pareció raro que en todo el tiempo que mi padre había estado enterrado en este
cementerio, ninguno de nosotros lo hubiera visitado jamás. Mi madre no nos
había dejado ir a su funeral porque entonces éramos sólo unos niños, y se había
muerto en el hospital, de manera que el
cementerio, e incluso su muerte, siempre me habían parecido irreales.
Sentía
un gran deseo, últimamente, de compensar a mi padre por todos los años de
abandono y empezar a ocuparme de su tumba. Siempre
había sido la favorita de mi padre, y parecía apropiado que guardara por él un
duelo que mi madre nunca se había molestado en guardar.
Pensé
que si mi padre no hubiera muerto me habría enseñado todo lo que sabía sobre
los insectos. Eran su especialidad en la universidad. También me habría
enseñado alemán, y griego, y latín, lenguas que él dominaba, y quizás fuera
luterana. Mi padre había sido luterano en Wisconsin, pero en Nueva Inglaterra
no estaban bien vistos, así que renunció al luteranismo y luego, según me dijo
mi madre, se convirtió en un ateo amargado.
La
tumba me decepcionó. Se encontraba en las afueras de la ciudad, en tierras
bajas, como un basurero, y mientras recorría los caminos de grava me llegaba el
olor a salitre y aguas estancadas de los marjales, a lo lejos.
La
parte antigua del cementerio no estaba mal, con sus lápidas de piedra y sus
monumentos mordidos por el liquen, pero vi muy pronto que mi padre debía de
estar enterrado en la parte moderna, que data de los años 40.
Las
lápidas de la parte moderna eran vulgares y baratas, aquí y allá alguna tumba
tenía los bordes de mármol, y parecía una bañera rectangular llena de tierra,
con un vaso de metal oxidado a la altura del ombligo, lleno de flores de
plástico.
Empezó
a lloviznar, el cielo estaba gris, y me sentí muy deprimida.
No encontraba a mi padre en ninguna
parte.
(…)
Entonces
vi la lápida de mi padre.
Estaba pegada a otra lápida, igual que colocan
a la gente en las casas de la caridad, cuando falta espacio. La piedra era de
mármol rosa veteado, un color como el del salmón en lata, y todo lo que ponía
era el nombre de mi padre y, debajo de él, dos fechas, separadas por un pequeño
guión.
Al pie de la piedra coloqué el ramo de azaleas, regadas por la
lluvia, que había cogido de unos arbustos a la entrada del cementerio. Entonces
las piernas se me doblaron, y me quedé sentada sobre la hierba mojada. No podía
comprender por qué estaba sollozando de aquella manera.
Entonces recordé que nunca había llorado
la muerte de mi padre.
Mi
madre tampoco había llorado. Sonrió, diciendo que había sido una bendición que
se muriese, pues de haber vivido habría sido un tullido y un inválido toda su
vida, y no lo habría soportado, él preferiría morir a que le ocurriese algo
así.
Yo
apoyé el rostro contra la superficie suave del mármol y aullé por lo que había perdido bajo la lluvia fría y salada.”[14]
El
poema, <<Electra en el Camino de las Azaleas>>[15], lo
escribió pocos después de su visita. Sylvia fue otra Bella Durmiente:
“El día de tu muerte me hice una madriguera
bajo tierra,
en el hibernáculo sin luz
donde duermen las abejas de rayas negras
y doradas mientras pasa la ventisca
como piedras hieráticas, y el suelo es
duro.
Estuvo bien durante veinte años,
invernar así…
como si tú no hubieras existido nunca,
como si yo hubiese
salido al mundo, engendrada por algún
dios, de la barriga de mi madre:
su amplio lecho conservaba la mancha de la divinidad.
Yo no quise tener nada que ver con
culpas ni con ninguna otra cosa
y volví a colarme reptando en el
corazón de mi madre.
Pequeña como una muñeca, con mi vestido
de inocencia,
yacía soñando tu épica, una imagen
detrás de otra imagen.
Nadie moría ni se agostaba sobre aquel
escenario.
Todo tenía lugar en medio de una
blancura persistente.
El día que desperté, desperté en la Loma del Cementerio.
Encontré tu nombre, encontré tus huesos
y demás,
en una hilera de la apretada necrópolis,
tu lápida sucia, ladeada, junto a una
verja de hierro.
En esta casa de caridad, en este asilo
para pobres donde los muertos
se amontonan uno al lado del otro,
ninguna flor
rompe el suelo. Es el Camino de las
Azaleas.
Un campo de bardana se abre al sur.
Te cubren seis pies de grava amarilla.
La brisa no agita la salvia roja,
artificial,
que colocaron en una cesta de siemprevivas de plástico
al pie de la lápida que tienes a tu lado, ni se marchita,
pero las lluvias disuelven su tinte sanguinolento:
los pétalos sucedáneos destilan gotas, gotas rojas.
A mí me inquieta otra especie de rojo:
el día en que tus
flojas velas se bebieron el aliento de mi hermana
el mar, llano, se
tornó violáceo, como aquel pérfido trapo
que mi madre
desplegló para saludar tu último regreso a casa.[16]
Tomo prestadas las muletas de una tragedia antigua.
La verdad es que, bien entrado el mes de octubre, con mi
primer llanto de recién nacida
un escorpión se mató con su propio aguijón, cosa que trae
muy mal agüero;
Mi madre te soñó boca abajo, en el mar.
Los actores, aún entumecidos, asumen sus posturas y hacen
una pausa para coger aliento.
Te llevé mi amor, para que lo tomaras, y entonces te
acabaste.
Fue la gangrena la que te devoró hasta el hueso,
dijo mi madre; tuviste la muerte de un hombre cualquiera.
¿Cómo seguir cumpliendo años hasta alcanzar ese estado de
ánimo?
Soy el fantasma de una suicida infame,
mi propia cuchilla azul se me oxida en la garganta.
Ay, perdona a la que llama a tu puerta pidiéndote
perdón, padre…a tu perra de presa, a tu hija, a tu amiga.
Fue mi amor lo que nos terminó a los dos.”
El
poema, leído junto con los otros textos, es riquísimo. Ver la miseria de la
sepultura de su padre, y pensarlo tan escasamente velado, la hermana a otras
mujeres de cuento. Recordemos el final desastrado y los apresurados funerales
de Polonio, el padre de Ofelia: era ése uno de los temas de la locura de su
hija. O a Antígona: su padre, Edipo, desapareció misteriosamente, en el bosque
sagrado, secreto, conducido por Teseo. Cabezona, Antígona se empeñará después
en dar sepultura a su hermano (pero ¿estaba pensando en su padre?). O a María
Magdalena, que no pudo embalsamar a su señor, que lo vio en el huerto, que se
retiró luego a soñarlo a una cueva de la Provenza…Por otra parte, el título del
poema nos lleva a lo de Electra. En la cuarta estrofa (vv. 1 – 5) se alude al
sacrificio de Ifigenia por su padre, Agamenón, y luego al recibimiento asesino
que le dio su esposa, a su regreso de Troya. Electra lo vengará. “Mi madre te
soñó boca abajo, en el mar.” Esto se refiere a un sueño que estudiaremos en
otra parte. Por último, Sylvia se llama
“perra de presa”, “hija” y “amiga” de su padre, y le pide perdón, que fue su
amor, dice, lo que los acabó. Recordemos lo que había escrito en su Diario: “¿Y
si de verdad creo que maté a mi padre y lo castré…?[17]
[1] <<Notas sobre mis visitas a RB,
Viernes, 12 de diciembre>> [de 1958]. En Sylvia Plath, The Journals…p. 430.
[9]
<<Notas sobre mis visitas a RB, Viernes, 12 de diciembre>>
[de 1958]. En Sylvia Plath, The
Journals…p. 430.
[10] <<Notas sobre mis visitas a RB, Viernes,
12 de diciembre>> [de 1958]. En Plath Sylvia Plath, The Journals…p. 430.
[11]
Sylvia Plath, The Journals…, 9 – III
– 1959, p. 473.
[12]
Sylvia Plath, The Journals…, 9 – III
– 1959, p. 473.
[13]
Sylvia Plath, The Bell Jar, pp. 175 –
177.
[14]
Sylvia Plath, The Bell Jar, pp. 175 –
177.
[15]
<<Electra on Azalea Path>>, en Sylvia Plath, Collected Poems, pp. 116 – 117.
[17]
Sylvia Plath, The Journals…, 29 – III
– 1959, p. 476.
Es realmente maravilloso, un placer leer todo esto. Todo muy bueno y triste. Como Sylvia y como muchas...
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